Las cosas por su nombre

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Me he entretenido a lo largo del día en un experimento semántico, leyendo en los periódicos españoles las informaciones sobre la condena a uno de los jefes de los Jemeres Rojos de Camboya, Kaing Guek Eav, alias Duch, un hombre enjuto, de aire saludable y tranquilo, que supervisó personalmente la tortura y la ejecución de unos quince mil cautivos en la prisión de Tuol Sleng, en Phnon Penh. Mi experimento consistía en comprobar qué nombre dan los periódicos a aquel régimen que en sólo cuatro años, entre 1975 y 1979, llevó a cabo una de las matanzas más sanguinarias de la historia humana: 1.700.000 muertos, en cuatro años, en un país de siete millones de habitantes, casi la cuarta parte de la población. El País habla de una revolución agraria paranoica; en Público se repite el tema rural, aludiendo a una utópica autarquía agraria; en alguna otra parte el término usado es régimen de terror, que al fin y al cabo no compromete a nada.  Sólo ABC usa palabras claras y exactas, lo cual no deja de producirme desolación, porque me gustaría que fuera la izquierda democrática la que llamara a las cosas por su nombre: Un desquiciado intento por alcanzar la igualitaria utopía comunista a través de una sociedad agraria sin clases. El tono recuerda al del New York Times de hoy mismo: A Communist utopia run amok(una utopía comunista fuera de control).

Me llama la atención el cuidado consciente o inconsciente con que se eluden las palabras comunista y comunismo, como si no hubiera conexión alguna entre los crímenes y la ideología en cuyo nombre se han cometido. ¿Se habla de los crímenes de Hitler sin relacionarlos con el nazismo? ¿Nos parecería lícito que se dejara de mencionar la ideología fascista al estudiar el régimen de Franco? Merecidamente, fascismo y nazismo son palabras infectadas para siempre por el historial de los regímenes monstruosos que las esgrimieron. El comunismo, en cambio, parece una ideología impermeable: sus ideales, su fraseología, no sufren el menor descrédito, al menos en España, en virtud de todos los horrores cometidos en su nombre: el Gulag, los millones de muertos de hambre a consecuencia de la colectivización de la agricultura en la URSS, en China o en Corea del Norte, las tiranías genocidas, el culto delirante a las figuras de dirigentes convertido en ídolos, multiplicados en estatuas de bronce y omnipresentes retratos. Lo que hicieron en Camboya los Jemeres Rojos durante cuatro años fue una tentativa rigurosa de aplicación del comunismo; para lograrlo, hombres cultivados que habían estudiado en La Sorbona decretaron la abolición del conocimiento, arruinaron la agricultura y la economía entera de un país, deportaron a la población entera de la capital, para someterla a la reeducación igualitaria y campesina. No asesinaron por sadismo: lo hicieron, como Stalin o Mao, con la firme convicción de que contribuían a mejorar el mundo. Y cuando las noticias de sus crímenes empezaron a filtrarse fuera de Camboya la opinión progresista occidental no les dio crédito.

También Hitler estaba convencido de la utilidad social de exterminar a los judíos, a los izquierdistas, a los discapacitados mentales, a los homosexuales, a los gitanos. La diferencia es que hoy en día nadie puede identificarse tranquilamente como nazi, mientras que declararse comunista es lícito, incluso respetable. Entre los honores póstumos que se rindieron a José Saramago estaba incluido, según los periódicos, el de “comunista genético”. A nadie se ve que le pareciera mal. Pol Pot, Kim Jong Il, Mao Ze Dong, Stalin, Beria, todos ellos decían ser comunistas. ¿De verdad puede alguien imaginar que ese nombre y esa ideología se pueden esgrimir sin escarnio?

Quizás va siendo hora de vindicar de corazón la justicia, la libertad y la igualdad sin dejarse manchar por ese legado de espanto: de no aceptar que en nombre de los ideales de la izquierda se conceda ni un grado de legitimidad a esas tiranías. No a pesar de que uno es de izquierdas, sino precisamente porque lo es, no puede admitir que se esclavice ni se ejecute a nadie. A los torturados y asesinados por ese hombre pensativo y sereno, Kaing Guek Eav, alias Duch , habría que haberles preguntado si su sufrimiento era más llevadero porque se lo infligían en nombre de la igualdad y la justicia, del paraíso terrenal de la sociedad sin clases.