Calles de Chueca

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Fuimos a tomar unas tapas a un restaurante de la calle Pelayo y apenas reconocí nada de mi antiguo barrio, salvo la Autoescuela Centro, donde aprendí a conducir hace algo más de diez años. Todo ha cambiado, hasta los balcones, en los que ya no hay bombonas de butano de repuesto ni vecinos veraneando en pantalón de pijama, zapatillas de paño  y camiseta de tirantes. En estas calles llenas de tiendas de ropa moderna y bares y restaurantes de diseño, de gente joven a la última, de gays con camisetas estrechas y musculatura de gimnasio, es raro acordarse de que no hace tantos años quedaban talleres de tapiceros y de carpinteros, casas de comidas baratas, cordelerías, panaderías de toda la vida, de toda una vida provinciana y popular que prevalecía sobre el abandono público, el deterioro de todo, la invasión de la heroína.

Chueca era como un pueblo que en vez de estar en medio del campo manchego estaba en medio de Madrid. Los travestis pobres salían por la mañana con una sombra de barba en las caras de altas cejas pintadas y se cruzaban con las señoras que iban a la compra con sus batas de boatiné azul eléctrico. Iban a las carnicerías, a las pescaderías, a las tiendas de ultramarinos en las que los dependientes se sabían sus nombres y les daban conversación. En las esquinas de Augusto Figueroa yonquis espectrales se quedaban dormidos sin moverse del sitio, en un duermevela que sólo disipaba la llegada de un camello. Camellos de perfil anavajado marchaban por la calle con un aire de perfecta indiferencia mientras los yonquis los seguían, implorantes y dóciles, y todos ellos habitaban en un mundo paralelo y simultáneo al de los vecinos de siempre, con los que se rozaban sin verse. En la plaza de Vázquez de Mella las jeringuillas crujían bajo las pisadas, y nuestro perro Paquito aprendió a no acercarse a ellas. En la esquina de San Marcos y Hortaleza vimos una noche el bulto de un cadáver cubierto con papel de plata, y descubrimos así que ése era el envoltorio que usaba la policía española, no las bolsas de plástico negro de las series policiales americanas.

En la barra del bar Santander, en una de las esquinas de Pelayo con Augusto Figueroa, la gente se arremolinaba para tomar raciones de boquerones fritos y de ensaladilla rusa y pepitos de ternera como yo no los he tomado en ninguna parte: el pan crujiente y empapado en jugo, la carne sabrosa deshaciéndose en el bocado. Desde nuestro balcón veíamos en las noches de verano el letrero de neón caligráfico del bar Santander, y el cielo sobre los tejados parecía una transparencia de película, con ese azul falso y limpio de las noches del cine. Comprábamos el pan recién hecho en la panadería de Esteban y Mari Pili, que antes había sido la de Petra, la madre de ella. Los yonquis ansiosos de azúcares entraban a la panadería a comprar cualquier cosa y procuraban robar los donuts y los bollos de chocolate con los que se alimentaban casi en exclusiva. Unas veces Mari Pili o Esteban los disuadían de un manotazo y otras se compadecían y los dejaban irse con el bollo escondido, tambaleándose al salir a la acera. Los bares de ambiente tenían puertas metálicas pintadas de negro y nombres propensos al genitivo sajón: TROYAN’S, VERY VERY BOY’S. En un chaflán de Augusto Figueroa tenía su puesto de flores Sandra, de labios y pómulos operados y frente algo alopécica, con una sombra de barba que le llegaba al mentón. Sandra era florista de día y de noche actuaba en algunos antros del barrio vestida de Sara Montiel e interpretando sus canciones en playback. Justo enfrente de nuestro portal, al lado de una tienda de repuestos eléctricos, instaló su escaparate una conocida médium y astróloga porteña.

Los yonquis fueron marchándose, o muriéndose. Algunos negocios antiguos cerraban. Donde estuvo la cordelería abrieron una tienda de calzoncillos de marca para hombres. Empezaban a verse contenedores de escombros, pisos que se renovaban y se ponían en venta, vecinos nuevos. En el local una una casa de comidas con manteles a cuadros y botellas de tinto y de gaseosa en cada mesa ahora había un restaurante vegetariano. Mari Pili y Esteban traspasaron la panadería y abrieron una tienda de deportes unos portales más allá. Pusimos en venta nuestro piso al cabo de dos años y la médium astróloga fue a verlo y quiso comprarlo. Decía que estaba segura de que iba a ser para ella porque se había “visualizado” viviendo en aquella casa. Cómo defraudarla y desacreditarla profesionalmente al mismo tiempo diciéndole que nosotros ya teníamos otro comprador.