La higuera, don Quijote, el verano

Publicado el

Cada uno tiene su edén particular, su paraíso con minúscula. El mío, en verano, en Madrid, es un jardín con una higuera y un membrillo, con una tumbona a la sombra de la higuera y muy cerca del filo de una pequeña piscina, muy adecuada para mis escasas habilidades natatorias. En ese jardín, cada verano de los últimos años, me he dedicado con bastante éxito a la indolencia y a la lectura, actividades para las que estoy más dotado que para la natación. El tiempo más lento y más despejado del verano favorece los libros sustanciosos, de muchas páginas, los que invitan a sumergirse o a quedarse a vivir durante un tiempo largo en ellos. Novelas, casi siempre, pero también libros de historia, biografías sólidas de escuela anglosajona. Me acuerdo, hace tres años, de la dedicación con que leí The World Is What it Is, la biografía de V.S. Naipaul escrita por Patrick French. Otro verano fue el de Vida y Destino, de Vasili Grossman. Pensaba al terminarla que no podría encontrar una lectura igual de arrebatadora y empecé un poco al azar Ulysses, y mis tardes de agosto junto a la piscina, con los olores mezclados del cloro y de las hojas de la higuera, fueron las del entusiasmo sin fatiga por las aventuras de Leopold Bloom y Stephen Dedalus. Terminé la novela y ya se presentía en el aire el fresco de septiembre. Durante semanas no sentí ningún deseo de acercarme a otra ficción.

El verano pasado fue el de Moby-Dick. La lectura y la indolencia eran todavía más gustosas porque acababa de entregar una novela que me había dejado rendido. Era muy grato tenderse a leer a la sombra de la higuera, zambullirse un rato en el agua, secarse al sol, continuar la lectura. Pero era más grato todavía no escribir, no sentir, por primera vez en mucho tiempo, la presión y el desasosiego, el remordimiento que no lo abandona a uno mientras está dedicado a una novela. Moby-Dick, como Ulysses, no es una lectura: es casi una manera de vivir. Moby-Dick es una novela de una originalidad tan poderosa que lo trastorna a uno, que le afecta físicamente, en cada capítulo, en cada línea, en la cadencia bíblica y alucinada de la escritura, que exigiría ser leída en voz alta, recitada.

Este verano he vuelto al Quijote. Empecé queriendo releer la segunda parte. Pero a los pocos capítulos decidí empezar por el principio: por la dedicatoria, por el prólogo y los poemas burlescos, uno por uno. Tanto se ha escrito sobre el Quijote, tantas cosas inteligentes y apasionadas y también tantas tonterías, tanta hojarasca de discursos. Y sin embargo, basta abrir la novela y empezar el prólogo y lo asalta a uno su extraordianaria verdad, una voz que hasta entonces yo no creo que se hubiera escuchado en la literatura, la de un ser humano que interpela a otros, con la misma inmediatez con que Durero, por primera vez en la historia del Arte, nos mira directamente a los ojos desde su autorretrato, estremeciéndonos con su cercanía:

Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse…

No llevo ni una semana y ya estoy de nuevo tan golosamente enfermo del Quijote como lo estaba Alonso Quijano de sus libros de caballerías. Lo he leído tantas veces y ahora, este verano, es más nuevo que nunca: más cómico, más triste, más experimental, más lleno de amor por la literatura que nunca, más considerado con las vidas humanas, más tocado de ironía, de conocimiento supremo. Me dan ganas de ir dejando constancia aquí de cada descubrimiento, leyendo con un lápiz y un cuaderno a mano, pero más ganas me dan todavía de dejarme llevar por esa poderosa corriente que hay en el interior de cada novela verdaderamente grande, cada tarde, a la sombra de la higuera y del membrillo, en mi edén del verano.