Marcel Duchamp hablaba fluidamente en catalán y cuando se acercaba mucho a un cuadro tenía un perfil como de Sherlock Holmes examinando una posible pista reveladora. Me lo cuenta Juan Genovés, que conoció a Duchamp en Nueva York, y que para su sorpresa se encontró hablando con él de pintura en catalán, en la galería donde Genovés estaba teniendo su primera exposición americana. Genovés me ha recibido en su estudio, a una hora de la mañana en la que me confiesa que habitualmente está durmiendo, después de haber pintado sin descanso desde antes del amanecer. Se despierta a las cuatro o a las cuatro y media, dice, con su sonrisa afable, con un aire de juventud que acentúa el corte de pelo, el flequillo canoso sobre la frente, el aire de un hombre que fue joven en los primeros años sesenta. Se despierta y en vez de quedarse en la oscuridad pintando imaginariamente lo que hace es que se levanta y va al estudio y se pone a pintar de verdad lo que ha imaginado, en el silencio tan hondo de antes del amanecer, mientras va haciéndose de día en el jardín al que da el ventanal del estudio. “Veo claridades”, me dice. “Me pongo a pintar y no tengo miedo, no me importa nada”. Hacia las nueve o las diez deja de pintar, se acuesta agotado y duerme profundamente hasta la hora de comer.
Me gusta visitar los estudios de los pintores. Me fijo en las cosas que tienen sobre las mesas o tiradas por el suelo o apiladas contra las paredes. Les hago preguntas y escucho lo que me cuentan, el modo en que hablan de su oficio, que me da envidia porque es mucho más material que el mío. Nadie habla de arte como un pintor: tienen la sabiduría suprema del que sabe cómo se hacen las cosas. Después de hablar con ellos uno se aproxima a la pintura de otra manera, sin vaguedades ni pedanterías, atento a la materialidad tangible de lo que se ha hecho con las manos. Junto al estudio de Genovés hay una especie de trastienda que parece la de una droguería bastante bien ordenada, con anaqueles llenos de botes de pinturas y de toda clase de productos. Contra una pared hay apoyados unos lienzos, los bastidores hacia afuera. “Son cuadros fracasados”, dice Juan, con algo de pena, aunque no mucha, más bien con una plácida resignación.
Vio una vez a Mark Rothko sentado en una silla, los ojos perdidos en el suelo; escuchó de labios de Josep Renau la historia del encargo a Picasso del Guernica; cuando era niño dibujaba héroes de los tebeos de postguerra con un trozo de carbón, en la pared de la carbonería de su familia; hacia los veinte años descubrió en una biblioteca de Valencia un catálogo del MoMA y lo robó y se alimentó durante mucho tiempo de aquellas imágenes en color de una pintura que era el reverso de la siniestra mediocridad franquista; viajó a Moscú en 1973 y se dio cuenta de que sus ideales de libertad y progreso no tenían nada que ver con aquella maquinaria elefantiásica, burocrática y policial; conoció la embriaguez del éxito y luego la hostilidad o la indiferencia de la crítica. Ahora, a los ochenta años, es un hombre ilusionado, enérgico, feliz con su trabajo, con la nueva libertad que ha descubierto en sí mismo a lo largo de los últimos años, con el gusto de pintar, que es lo único verdadero, lo que no le ha fallado nunca.
Sus recuerdos son visuales, como los sueños que durante un año dibujó nada más despertarse. Se acuerda de los uniformes grises y de las gorras con una cinta roja de los policías de Moscú, y de la línea blanca que señalaba el camino obligatorio en la visita al Kremlin; se acuerda de un encierro de pintores en el Museo del Prado, en plena dictadura franquista, en 1968, en protesta por la detención del crítico Moreno Galván: al finalizar el horario de visitas los pintores se quedaron en la sala de la familia de Carlos IV de Goya, y como nadie encendía la luz eléctrica las figuras de los cuadros parecía que salían de ellos para confundirse con la penumbra. Sobre una mesa de su estudio tiene fotos de grupos de gente que sale del fútbol, tomadas desde arriba. Tras sucesivas ampliaciones, las figuras humanas pierden consistencia y anécdota, se vuelven más abstractas, casi puras sombras, siluetas semejantes, y ya son figuras de un cuadro de Juan Genovés.