En una terraza de Recoletos, con un punto casi de fresco en el aire de la noche, tomando cañas y tapas con Miguel, Elena y Antonio. Ensladilla rusa, huevos rotos con jamón, albóndigas, croquetas, al final helado de leche merengada. El sabor de la leche merengada, su textura deshaciéndose en la boca, es la gran sensación de las noches del verano, las de ahora mismo y las de hace muchos años, presente e infancia juntos. Miguel ha llegado con su aire de poeta beat y Antonio con su uniforme de trabajo, el traje y la corbata de abogado. Pero todos nos reimos de lo mismo y disfrutamos igual de la noche y las tapas, aunque Elena se queda a veces pensativa por sus pesadumbres académicas. La conversación va gustosamente de una cosa a otra, con un picoteo como el de las tapas. De los grandes humoristas contemporáneos españoles pasamos a la última tontería de un arquitecto estrella en Madrid y de ahí al recuerdo del gran Harvey Pekar, que se ha muerto en la misma ciudad donde vivió siempre y en la que suceden casi todas sus historias, Cleveland, Ohio. Miguel reivindica a sus cuatro héroes del humor español: Faemino y Cansado, Chiquito de la Calzada, Joaquín Reyes. Acuerdo general. A esos humoristas habría que encargarles que reflexionaran sobre la plaza granítica que ha hecho el arquitecto Siza delante del Congreso de los Diputados, sustituyendo otra que estaba allí desde hacía mucho y que podía haber seguido igual, sin ningún problema, y sin gastos adicionales, durante al menos otro medio siglo, por lo menos hasta que se recuperen algo las finanzas públicas. El arquitecto Siza ha quitado los jardines, tan antiguos, y los ha sustituido por una gran plancha de granito, y en un lateral ha puesto una escalinata. Pero los peldaños de la escalinata son de cuarenta centímetros, con lo cual la gente o tiene que dar un salto o se cae, según informa el periódico, de modo que el arquitecto Siza dice que va a añadir una pantalla transparente para evitar desgracias. Qué tonto es el público, que nunca está a la altura de la creatividad de los grandes arquitectos:
http://www.elpais.com/articulo/madrid/Riesgo/trompazo/Cortes/elpepiespmad/20100715elpmad_7/Tes
Pero nos gusta más acordarnos de Harvey Pekar, que bien mirado sería un ejemplo de esa estética Del Bosque sobre la que divagué ayer aquí: un don nadie que vivía una vida sin lustre en el culo del mundo, y que de esa limitación hizo precisamente su tesoro.
Cleveland, su ciudad, era una de tantas casi ruinas de la era industrial que hay en el interior de los Estados Unidos, mucho más aislada y más tediosa que cualquier provincia española; y él era un empleado modestísimo en la administración federal, lo cual es casi ser un paria en un país donde la administración pública no tiene ningún lustre, como puede comprobar cualquiera que entre a una oficina de correos americana. No tenía estudios universitarios, lo cual también te marca en Estados Unidos. Lo único que tenía era su afición al jazz y a los tebeos. Y no sé si de golpe o poco a poco, tuvo una de esas revelaciones que le permiten a alguien encontrar su vocación, el mundo que va a ser sólo suyo, y de paso cambiar de arriba abajo una forma de arte. Descubrió que su pobreza era su fuerza; su vulgaridad, lo que lo hacía original; que su rincón del culo del mundo y las pocas personas con las que se trataba eran un resumen del universo. En esas revelaciones suele ser también decisivo un encuentro: en su caso, el encuentro con Robert Crumb, que era tan raro como él y vivía igual de perdido en Cleveland, trabajando como dibujante para una compañía de postales. Harvey Pekar no tenía imaginación y no sabía dibujar: de modo que escribió exactamente sobre lo que tenía delante de los ojos, sobre su ciudad, su vida, su trabajo, sus enfermedades, y buscó a otros para que ilustraran sus historias. El resultado son las historias de American Splendor , que están en un cruce muy raro y del todo original de la literatura y la narración gráfica, de la confesión personal, la diatriba y la sátira, el humor negro. Cada historia de Harvey Pekar era casi exactamente igual a cualquiera otra, y cada una era distinta, y no sólo porque cambiaran los dibujantes que las ilustraban. Su efecto es tan adictivo como el de los episodios de Seinfeld o las novelas de Maigret. Contando una vida que no se distinguía en nada Harvey Pekar logró lo que buscan en vano tanto aspirantes a artistas: ser completamente original, hacer algo que no había hecho nunca nadie.
Ahora me acuerdo de anoche y nos imagino a los cuatro -Miguel, Elena, Antonio y yo- en una terraza, bajo las acacias, en torno a la mesa con platos y vasos, y nos imagino como en una viñeta de una historia que no necesitaría tener argumento, como las de Harvey Pekar, y en la que sin embargo todo puede ser memorable.