Caminatas

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Sólo caminando se conoce bien la ciudad, con los cinco sentidos. La conoces con los talones y con las plantas de los pies; con la mirada que va fijándose en todo, en los edificios y en la gente, en los árboles y en las plantas de los jardines; con el oído que atrapa fragmentos de conversaciones, ruido de tráfico, pitidos de semáforos, cantos de pájaros, emisoras de radio, músicas violentas por las ventanillas de los coches; con el tacto que roza cortezas de árboles y metal de farolas; con el olfato que huele la gasolina derramada y el humo de la gasolina quemada y la tierra que acaba de regar un camión municipal y la colonia de una mujer que se cruza con uno; con el paladar que disfruta de un trago de agua en una mañana de calor o de un refresco en una terraza o un caña fresca y unas patatas fritas y saladas. Caminando se descubre que una ciudad como Madrid está llena de cuestas, de vaguadas y escalinatas, y que las perspectivas de los edificios van cambiando casi a cada minuto. Caminando se va logrando un ritmo inconsciente que vigoriza los músculos de las piernas, ensancha los pulmones y riega con abundancia de sangre muy oxigenada el cerebro, lo cual provoca una euforia natural, un high muy intenso pero sin efectos secundarios, que desata al mismo tiempo la capacidad de percibir y la imaginación. Cuántas personas, cuántos árboles cada uno con su nombre distintos he encontrado esta mañana mientras caminaba desde mi casa hasta el confín de Arturo Soria, cuántas vidas se han rozado con la mía. Y mientras caminaba el hilo de los pasos se convertía en el de una posible escritura llena de fogonazos de ocurrencias y de conexiones, y me acordaba de una máxima de Nietzsche, según la cual los pensamientos mejores son los pensamientos caminados.