Henri Rousseau, el inocente

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Tal vez Henri Rousseau era una de esas personas inocentes y sabias de las que se ríen los demasiado listos. Los demasiado listos se creen excepcionales, pero en realidad abundan tanto que son un aburrimiento. El excepcional de verdad es el sabio inocente, el original que no sabe que lo es, el que aparece y no se sabe de dónde ha podido salir, de qué manantial ha brotado su talento. He tenido la suerte de encontrarme en mi vida con algunos sabios, y en todos ellos he podido advertir un grado de inocencia, no incompatible con la astucia, incluso con la socarronería, pero sí con el cinismo. Sabios cínicos o sabios enterados no he conocido a ninguno. Y cuando digo sabios no quiero decir eruditos, aunque algunos lo son o lo eran, sino gente que hace extraordinariamente algo, un arte o un oficio, que domina un campo del saber. Sabio era Tete Montoliu, que posaba las dos manos sobre el teclado del piano y se quedaba quieto y erguido y antes de emitir una sola nota ya había creado con su serena inmovilidad el silencio necesario para que irrumpiera en él la música; sabios eran los hortelanos junto a los que trabajé de niño, que trazaban sobre la tierra recién arada las líneas exactas y paralelas de los surcos sin más ayuda que una caña y un cordel; sabia la cantaora Carmen Linares, que tiene en el trato la cordialidad llana de un ama de casa de Jaén y cuando rompe a cantar aprieta los párpados y entra en un trance como de desgarro o ritual primitivo; sabio es mi amigo el doctor Emilio Bouza, que cruza el mundo volando en clase turista para asistir a congresos internacionales en los que es una eminencia y cuando vuelve recibe a cada uno de sus pacientes con un afecto de pariente cercano y un poco distraído en su despacho mínimo de un hospital público. Vi trabajar de cerca al fotógrafo Jordi Socías y me bastaron unos minutos para darme cuenta de lo sabio que era, con solo ver el equipo que traía, un maletín pequeño con dos cámaras, y las pocas fotos que tomaba, después de mirar mucho, casi nunca a través del visor. Se me quedó mirando, tranquilo pero con un punto de contrariedad, cuyo motivo era un pliegue de jersey o un puño de camisa que por algún motivo no le gustaba. Me lo corrigió con un gesto rápido y preciso y se quedó más contento. “La fotografía es una cuestión de milímetros”. […]

Seguir leyendo en EL PAÍS 19/06/2010