El último pintor

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He vuelto a Madrid a tiempo para los últimos días de la Feria del Libro y de la gran exposición de Miquel Barceló. Las arboledas del Retiro y las del paseo del Prado amortiguan la luz de cal que suele ser el primer impacto del regreso, cuando uno sale en taxi del aeropuerto en la mañana de verano y se encuentra de nuevo en esas periferias desérticas en las que sólo crecen matojos de esparto y grúas de especuladores. La luz hiere los ojos no habituados a ella igual que la bronca política hiere los oídos en la radio del taxi, en la que parece continuar la misma tertulia trufada de exabruptos que uno escuchó hace unos meses en otro taxi que entonces lo llevaba hacia el aeropuerto. En el aire tan seco crepitan las formas de las cosas. Las barbaridades que se dicen con naturalidad en la radio suenan más agresivas porque el español hablado en España tiene una aspereza de yesca. Es urgente buscar las zonas de civilización con la misma destreza antigua con que se eligen en verano las habitaciones frescas en las casas y las aceras de sombra. Recién llegado, uno recupera el gusto civilizado de compartir unas cañas de cerveza y unas raciones de ensaladilla rusa y albóndigas en salsa y almendras fritas y saladas, exquisitamente bruñidas de aceite, y se hace de nuevo la misma pregunta, cómo en un país en el que hay tanto talento para los placeres diarios de la vida los discursos públicos tienden con tanta frecuencia a la brutalidad; cómo es posible que coexistan la calidez instintiva y cordial y esa grosería que lo asalta a uno a cualquier hora que encienda la televisión y que no llega a tales extremos en ningún otro lugar del mundo; en virtud de qué lógica pueden coincidir en los mismos días las corridas de toros y las ferias del libro; cómo puede haber el índice más alto de donaciones de órganos y también el de barbarie municipal y maltrato a los animales y despilfarro de fondos públicos en las fiestas de verano. […]

Seguir leyendo en EL PAÍS 12/06/2010