Durante casi treinta años, toda la última parte de su vida, Henri Cartier-Bresson no tomó ninguna fotografía. Probablemente, por un hábito antiguo de la mirada, siguió viendo a su alrededor fotos posibles, instantes en los que la realidad parecía organizarse de manera espontánea en una composición más armoniosa porque era casual. Se palparía los bolsillos del abrigo con un reflejo ya inútil para buscar su Leica y levantarla como se lleva un cazador la escopeta a la cara. Pero un momento después la imagen posible ya se había desvanecido, y él disfrutaría sin nostalgia de ese alivio profundo de no tener que hacer nada, de no vivir con el sobresalto de observar las cosas y no dejar que se perdieran. Después de casi medio siglo de recorrer el mundo se había convertido por fin en un jubilado sedentario, a una edad en la que todavía estaba fuerte y saludable, sesenta y tantos años, reverdecido por el amor de una esposa joven. En algunas de sus fotos tardías aparece ella, Martine: en una tiene las piernas flexionadas y desnudas, bajo una falda muy corta, y se parece a Catherine Deneuve en Belle de jour. […]
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