Charlie Parker entró sin llamar en la habitación de su trompetista Red Rodney y montó en cólera al sorprenderlo inyectándose heroína. Rodney tenía sólo siete años menos que él, pero Charlie Parker lo trataba con el instinto de protección de un padre más que de un hermano mayor. Para Rodney, Charlie Parker era un dios. Escuchando sus discos cuando todavía era casi un adolescente había resuelto convertirse en un trompetista bebop. Se había aprendido los solos de Parker y como tantos jóvenes de esa época en la que el jazz era la música más moderna había imitado su manera de hablar y de vestirse, su descuido, su aire bohemio. El muchacho judío tímido y pelirrojo de clase media había abandonado la protección de su familia y su mundo para convertirse en algo parecido a un proscrito, en seguidor de un artista negro de leyenda escandalosa, en habitante de los submundos de la noche y de la mala vida, un muchacho desmedrado y tan pálido entre negros arrogantes que no se quitaban las gafas de sol en los clubes nocturnos. Su nombre de músico le gustaba mucho más que el otro, el formal y tedioso, Robert Roland Rudnick. […]
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