A Gustav Mahler le gustaba pasear por Nueva York con una libertad de la que nunca había gozado en Viena, y asomarse a mirar el cielo y la agitación de las calles desde las ventanas altas de los edificios. Le entusiasmaba el metro, que en la época de su llegada a la ciudad era una innovación muy reciente, y prefería tomarlo o caminar por la calle en vez de viajar en el automóvil con chófer que le correspondía como director de la Filarmónica. Asistió a una sesión de espiritismo en el gabinete de una vidente célebre y en un callejón de Chinatown se atrevió a internarse en un fumadero de opio. Nos cuesta imaginar a este héroe de la más densa cultura europea sumergido en América: las gafas de pinza, la frente enorme, el cuerpo desmedrado, su figura reconocida con asombro por un músico en un vagón de metro o apareciendo entre el tumulto de Broadway. Pero en Nueva York debió de vivir en ese estado entre de alerta y de inminencia que la ciudad provoca muchas veces en quienes llegan a ella, exaltado por el alivio de estar lejos de una Viena que se le había vuelto irrespirable, volcado en el descubrimiento de una nueva energía que estaba latiendo a su alrededor y también dentro de sí mismo. Lo veo todo en una luz tan nueva, estoy en tal estado de transformación que a veces no me sorprendería encontrarme de repente en un cuerpo nuevo. Estoy más sediento de vida que nunca… […]
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