Ver lo visible

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En un cuadro de Vermeer hay sólo una o dos figuras y unas pocas cosas en una habitación y sin embargo no se termina de ver nunca. La luz que entra por una ventana situada a la izquierda viene filtrada por gruesos cristales y es casi siempre una luz de invierno o de patio, que roza delicadamente las caras, los tejidos, los objetos, y favorece sombras suaves, como halos de presencias fantasmas. No sucede nada o casi nada en apariencia y hay algo escondido que está sucediendo siempre, delante de los ojos que miran, que descubren más cosas cuanto más atentamente recorren el cuadro, mientras la conciencia deja en suspenso los propios pensamientos y la agitación de alrededor y poco a poco se queda apaciguada en una quietud muy semejante a la que representa la pintura. El cuadro, como una música, sucede en el tiempo. El silencio de la habitación interior se traspasa a la sala del museo. La luz nublada atraviesa la ventana con la monotonía de una mañana de invierno, reflejándose en una pared de yeso desnuda, pero uno de los cristales está roto, y en consecuencia un pequeño tramo del marco está más vivamente iluminado. Pero no es luz lo que fluye, aunque lo parezca: es una diminuta pincelada rosa, y haberla advertido es una satisfacción tan íntima como la de fijarse en el clavo de la pared y después en el agujero de un clavo arrancado. Al fin y al cabo, esta pared no es la de uno de esos gabinetes en los que las damas de Vermeer leen cartas o permanecen pensativas o escuchan una música o el relato de un viajero, sino la de una cocina, una cocina más bien destartalada en la que debe de hacer frío, y en la que una sirvienta de brazos fuertes y enrojecidos por el agua helada de los fregaderos está vertiendo poco a poco la leche de una jarra en un cuenco, sobre una mesa en la que hay un cesto de mimbre y panes de corteza rubia y crujiente, y una jarra de cerámica azul marino que probablemente contiene cerveza.

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La lechera (Jan Vermeer, 1660)
La lechera (Jan Vermeer, 1660)