Desde una esquina en la zona de sombra en la que me he apoyado para leer el periódico miro la plaza que he recordado e imaginado tantas veces, la que está igual de arraigada en mi memoria infantil que en los mundos de ficción que he ido inventando a lo largo de mi vida, hasta el punto de que a veces ni yo mismo sé distinguir en qué medida estoy invocando un recuerdo verdadero o proyectando sobre el pasado un episodio de novela. Vista con ojos objetivos, la plaza no tiene nada o casi nada de extraordinario, salvo la torre del reloj, que forma parte de una muralla medieval. Es una plaza austera, menos andaluza que castellana, con soportales en dos lados, con edificios poco memorables que sin embargo, en conjunto, dan una modesta impresión de carácter, de lugar verdadero. En los soportales solía haber carritos en los que se vendían pipas, cacahuetes tostados, pequeños juguetes; también se vendían y se alquilaban tebeos. Había una farmacia, una tienda de lanas, un almacén de tejidos, la sede de un banco en el que trabajaba de cajero el padre de un amigo mío. Íbamos a verlo y estaba detrás de su ventanilla con barrotes dorados, y a mí me impresionaba lo blancas que eran sus manos, por contraste con las de mi padre, y la velocidad asombrosa a la que contaba los billetes. […]
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