Después de un mes de junio en el que ha llovido más y más torrencialmente de lo que nadie recuerda, los árboles de Nueva York -los de los parques y los de las calles, y los que crecen salvajes en los descampados y en las laderas entre los puentes de las autopistas- tienen un brillo de esmeralda, un resplandor de selva. Malezas, hiedra venenosa, enredaderas, crecen por todas partes y cubren y cubren los troncos de los árboles caídos, que alimentan una población de larvas e insectos vigorizados por la mezcla de humedad y calor. El año pasado, un libro de éxito, El mundo sin nosotros, contó con vivacidad alucinante lo que ocurriría en la ciudad si de un día para otro desaparecieran de ella los seres humanos: en pocos días los túneles del metro estarían inundados, al detenerse las bombas que continuamente achican las aguas subterráneas; en unos años el bosque habría empezado a reconquistar las zonas ahora colonizadas por el hormigón, el cristal, el acero y el asfalto. Cuando uno llega de Europa lo primero que le impresiona de Nueva York es la escala de las construcciones humanas; cuando lleva un poco tiempo viviendo en la ciudad, de lo que se da cuenta es del poderío nunca domado de la naturaleza, que aquí se impone con una rotundidad exótica y hasta amenazadora para nuestras pacíficas escalas europeas. Un temporal de lluvias puede durar varios días y varias noches; en verano, cuando la temperatura alcanza los cuarenta grados y la humedad se acerca al cien por cien, las copas de los árboles desaparecen en una densa neblina que le hace a uno pensar en la de las junglas monzónicas.
La naturaleza salvaje está casi a un paso, en el espacio y en el tiempo. Basta un viaje en tren de no más de media hora para encontrarse en bosques abrumadores en los que se pierde rápidamente cualquier sugestión de presencia humana. Y cuando uno camina por la ciudad puede sentir que no hace ni dos siglos la mayor parte de su territorio no había sido aún urbanizado. Broadway, la avenida que atraviesa en diagonal toda la isla de Manhattan, sigue el trazado de un viejo sendero indio. En la encrucijada caótica de Times Square, donde las grandes pantallas, los letreros luminosos y hasta los taxis a pedales le pueden dar a uno la sensación de encontrarse en Bangkok, había hasta finales del siglo XVIII un lago habitado por una rica población de castores. En 1609, cuando un frágil navío holandés capitaneado por Henry Hudson remontó el río que ahora lleva su nombre, Manhattan era un denso bosque templado que sostenía un hábitat mantenido invariable durante milenios, sin otra presencia humana que la de los indios Lenape, que le habían dado su nombre primitivo, Manahatta, tan querido para Walt Whitman.
Manahatta, al parecer, significaba muchas colinas. Los Lenape vivían en grupos reducidos en los claros del bosque, a medias como agricultores y cazadores, cultivando maíz, judías y calabazas, como tantos otros pueblos de América, y dedicándose estacionalmente a la pesca, a la recolección de frutos salvajes y a la caza. A los colonos holandeses y luego ingleses les hizo falta menos de un siglo para diezmar su población y expulsarlos de la isla, y para trastornar de paso irreparablemente el equilibrio ecológico. Cuando el buque de Henry Hudson apareció como una diminuta mota negra en la bahía inmensa, los castores proliferaban en las corrientes y en los lagos de la isla. Hacia finales de ese siglo ya no quedaba ninguno: los Lenape, que llevaban muchos siglos cazando un número moderado de ellos para proveerse de pieles que los abrigaran en invierno, de pronto empezaron a cazarlos para vender sus pieles a los comerciantes europeos, y el resultado fue una extinción casi inmediata. Una vez desatado, el mecanismo de la colonización ya no puede detenerse: los europeos tenían que seguir ocupando nuevos territorios en los que siguiera habiendo castores para mantener el comercio de pieles; y ahora los indios dependían de ese comercio para satisfacer necesidades que antes no existían o que eran cubiertas con los medios de los que ellos habían dispuesto siempre.
Los americanos son mucho menos amigos de las conmemoraciones que los españoles, tal vez porque tienen una clase política mucho menos nutrida que nosotros, y por lo tanto menos enchufados a los que buscarles tareas que justifiquen sus nóminas. El cuarto centenario del viaje de Henry Hudson en 1609 se está celebrando con bastante modestia, con dos exposiciones en el Museo de la Ciudad, una sobre el viaje en sí, otra sobre cómo era la isla de Manhattan hace cuatro siglos. El trabajo magnífico de los biólogos y los arqueólogos está envuelto en una niebla inevitable de pesadumbre, en una nostalgia no del todo infundada de mundos arrasados que probablemente no eran paraísos, pero en los que existieron formas de vida que no merecían desa parecer. Quizás alguno de los Lenape que recogían ostras sabrosas o pescaban en las orillas del río vio subir aquella extraña canoa con velas que no llegó a detener se y la olvidó en seguida. La escala de la transformación que se avecinaba no habría podido preverla nadie: la destrucción de un mundo entero, la construcción de otro, el apocalipsis de culturas que no dejaron rastro, salvo el sonido de una palabra de su idioma en el nombre de la isla.