Hace años, durante una clase, en una universidad americana, una estudiante graduada levantó la mano y me preguntó educadamente, aunque con cierto aire de sospecha, si yo creía en la figura del autor. Eran los tiempos, ahora más bien olvidados, en que los estudios literarios habían sucumbido a las modas francesas del posestructuralismo, la intertextualidad y demás palabrería con muchas sílabas, y en los que estaba mal visto recordar el hecho de que las obras de literatura -perdón, los textos- eran siempre el resultado del trabajo de alguien, no emanaciones abstractas surgidas de ninguna parte y flotando como plankton anónimo en el laberinto o en la gran sopa verbal de otros textos, todos ellos engendrados por la ambición del poder o por las construcciones ideológicas de los géneros o los sexos o las identidades opresoras o liberadoras, según. No me quedaba más remedio que creer en aquella figura denostada, el autor, le dije en tono de disculpa a la estudiante graduada, que en el curso de sus años de formación había recibido de sus profesores una idea de la literatura aproximadamente tan flexible como la que se impartiría en la universidad de Pekín en los años álgidos de la Revolución Cultural: me constaba que el autor existe porque yo mismo lo era de mis libros, al menos en la modesta medida en que tenía la certeza de haberlos escrito de la primera a la última página, y esa circunstancia quedaba confirmada por la coincidencia entre el nombre inscrito en las portadas y el que había en mis documentos de identidad. […]
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