En el periódico de cada día hay motivos para hacerse preguntas casi siempre inquietantes sobre la naturaleza humana. En el periódico, como en la observación de la vida, encontramos ejemplos de crueldad aterradora y de generosa compasión, de daño gratuito y bondad sin razón aparente. Si somos cristianos, la explicación viene sin dificultad: el ser humano es cuerpo y alma, instinto y razón, impulso de salvación y contagio del pecado original. Según la tendencia que prevalezca, así serán los actos: cuanto más nos apartemos de la bestia, más cerca estaremos del ángel. Con un apresurado ropaje científico, la leyenda del doctor Jekyll y Mr. Hyde es una parábola cristiana: la civilización enjaula al animal que llevamos dentro, pero su encierro lo vuelve más furioso, de modo que cuando logra escapar es más destructivo todavía.
Rousseau creyó que el hombre es bueno por naturaleza, y que son las hipocresías y las coacciones inútiles de la civilización las que lo corrompen; para Hobbes, en estado de naturaleza el hombre, en vez de una criatura apacible, es un lobo para los otros hombres, de modo que hace falta la autoridad superior del estado para imponer, si es preciso con brutalidad, una tregua precaria que permita vivir sin la angustia del miedo a los semejantes. Rousseau había leído la crónica del viaje de Bougainville a las islas del Pacífico, que extendió por Europa la noción risueña, aunque falsa, de paraísos terrenales habitados por nativos prácticamente desnudos, libres del trabajo y de las convenciones sexuales. Hobbes escribía bajo el recuerdo de las terribles guerras de religión del siglo XVI y de la guerra civil inglesa del XVII, marcada por el hecho inaudito de la decapitación del rey Carlos I.
Para nosotros, después de las carnicerías del siglo XX y del comienzo aterrador del XXI, la pregunta es todavía más angustiosa, porque también lo son las posibilidades de destrucción. Un darwinismo superficial, pero muy arraigado, parece legitimar la visión más pesimista. La presión evolutiva por la supervivencia nos fuerza a competir; programados para transmitir a la siguiente generación nuestro patrimonio genético limitamos nuestra solidaridad a quienes lo comparten con nosotros. En un libro célebre Richard Dawkins llega al extremo de especular que toda la complejidad de nuestros organismos y de nuestra conciencia no es sino el medio que utilizan nuestros genes para duplicarse. La lógica inflexible de la biología molecular se manifiesta con claridad desoladora en el comportamiento de nuestros parientes más cercanos en el reino animal, los chimpancés. Los chimpancés son violentos, jerárquicos, territoriales; igual que nosotros, reservan el altruismo para los miembros de la propia tribu y pueden ser despiadados con el adversario. En su libro Auge y caída del Tercer Chimpancé, Jared Diamond enumera, después de tantas similitudes, algunas diferencias no demasiado halagadoras: en nuestra especie las hembras no tienen un período limitado de celo y no dan muestras visibles del momento de fertilidad; nuestra especie es propensa al genocidio.
En este panorama opresivo, siempre es un alivio leer al primatólogo Frans de Waal. A diferencia de la mayor parte de los divulgadores, de Waal lleva de verdad toda la vida no sólo estudiando a los primates superiores sino conviviendo con ellos, lo mismo en reservas que en la naturaleza. A él se deben descripciones rigurosas y de una alta calidad literaria de las vidas de los bonobos, esa especie de pequeños primates que hasta no hace muchos años eran llamados chimpancés pigmeos, y que ahora se sabe que constituyen otra línea de parentesco. Los bonobos son pacíficos y matriarcales; tienden a resolver los conflictos mediante el juego sexual en vez de la pelea; en ciertas condiciones son propensos a la ternura y a la camaradería homosexual. Al igual que los otros primates superiores, incluyéndonos a nosotros, los bonobos se reconocen en los espejos y tienen capacidad de empatía, no sólo con sus semejantes, sino con miembros de otras especies. Pero el altruismo que se observa en ellos no es el indicio de un alejamiento de la naturaleza animal, sino una manifestación de ella. En los animales sociales la cooperación puede ser más necesaria para sobrevivir que la competencia: si el hombre fuera de verdad lobo para el hombre se comportaría con la fraternidad de las manadas de lobos.
Lo que nos explica de Waal en El mono que llevamos dentro es algo que nos dice la intuición: nos parecemos a los chimpancés y también a los bonobos; estamos dotados para la compasión y para la crueldad, según las circunstancias y la herencia genética; y lo que más nos distingue es el potencial de destrucción que nos depara la tecnología. No somos menos animales cuando estamos siendo más humanos. En grados diversos, lo mejor y lo peor conviven dentro de nosotros.
Una metáfora sutil del budismo me parece más verosímil que el drama cristiano de la luz y la sombra, de la bestia y el ángel: dentro de cada uno están latentes las semillas de la bondad, del odio, de la ira, de la templanza, de la cooperación y la competencia, de la generosidad y la codicia. Las que sean regadas crecerán más que las otras, y cuanto más crezcan se harán más fuertes y más difíciles de erradicar. El sueño antiguo de la sabiduría es cultivarse a uno mismo tan a conciencia como se cultiva un jardín.