Está en medio de la nada, o justo a medio camino: a cinco mil kilómetros al oeste de San Francisco, a cuatro mil cien al este de Tokio. En realidad es un atolón que abraza dos islas pequeñas, una de ellas llamada Isla de Arena, la otra Isla del Este. En Midway hay una pequeña población humana -fue durante muchos años una base estratégica de la Marina de Estados Unidos- y otra inmensa de aves. Las cifras son alucinantes: unos dos millones de pájaros pueden congregarse en ella, sobre todo albatros, que son pájaros igualmente legendarios en la historia natural y en la literatura. Baudelaire les dedicó uno de sus grandes poemas, en el que el ritmo de esa palabra magnífica, albatros, se repite con la majestad del movimiento de sus alas, que alcanzan los dos metros desplegadas. En la Balada del Viejo Navegante de Coleridge los albatros son pájaros de maravilla y profecía. En Moby-Dick sus aleteos y sus graznidos rondan enloquecedoramente en torno a los despojos sangrientos de las ballenas recién descuartizadas. Los albatros sólo se detienen en tierra para aparearse o para poner los huevos y alimentar a sus crías. Descansan inmóviles con las alas abiertas en los remolinos ascendentes del aire y beben agua del mar. Medio millón de parejas de albatros fueron contabilizadas en la isla de Midway en enero de 2008. A los pocos meses de nacer, los pájaros jóvenes levantan el vuelo y sólo regresan a Midway al cabo de cinco años de viajes sin descanso por el océano. Se alimentan sobre todo de pequeños calamares y pueden vivir hasta cuarenta y cinco años.
En Midway estuvo a finales del siglo XIX Robert Louis Stevenson, que tanta culpa tiene de que los adolescentes de otras épocas nos aficionáramos tanto a la literatura y al romanticismo de las islas del Pacífico. Stevenson, como Paul Gauguin, buscaba en los que antes se llamaban los mares del Sur una escapatoria del tedio y la fealdad de la Europa industrial, un paraíso no manchado por la civilización. Pero el planeta ya era entonces demasiado pequeño para que quedaran en él paraísos no vulnerados por la rapacidad humana. En las aguas de Midway, de un azul tan limpio que casi duele a los ojos, tuvo lugar el 4 de junio de 1942 una de las batallas más devastadoras de la II Guerra Mundial. Uno imagina los remolinos de pájaros despavoridos huyendo a centenares de miles del estrépito de tanta destrucción. Casi setenta años después, los albatros anidan en los bloques de cemento de las fortificaciones, y se posan grácilmente en los cañones oxidados de las ametralladoras.
Midway dejó de ser una base naval en los años noventa y ahora es un parque natural en el que se refugian, aparte de los millones de pájaros, especies marinas amenazadas, como las focas monje, las tortugas verdes y los delfines. Pero el paraíso no se ha restablecido. Como sospecharon Stevenson y Gauguin, ni la isla más perdida en el océano más inmenso está lo bastante lejos como para no ser profanada. En los arrecifes de Midway se ahogan los grandes albatros sin fuerzas para llegar a la playa. En el interior de la isla los pollos se mueren de hambre porque sus padres no vuelven trayéndoles el alimento en sus picos, y si vuelven lo que les traen es veneno. El suelo pedregoso de Midway está sembrado de despojos de albatros, de esqueletos con guiñapos de plumas secándose al sol.
El alimento de los albatros son calamares y otras criaturas marinas que flotan en la superficie del agua. Pero lo que más flota ahora en las aguas de Midway son residuos de plásticos llevados allí por las corrientes oceánicas. Un tercio de los pollos mueren cada año por la ingestión de objetos o fragmentos de plástico. El plástico ocupa una parte cada vez mayor de sus estómagos y les impide digerir alimentos. Mecheros, cepillos de dientes, pequeños juguetes, cabezas de muñecos, perchas, hasta cartuchos de impresora. Sobre la arena dorada de esas playas del Pacífico en las que las agencias de viajes siguen situando un edén que la gente ya no busca en la literatura, los cuidadores del parque natural alinean por categorías el siniestro tapiz de los desechos de plástico que han viajado por el océano desde los confines del mundo para acabar matando a los pájaros más hermosos de la naturaleza. Todo lo que uno ve en cualquier puesto de chucherías, en cualquier tienda de todo a cien, lo que se ve en el suelo y se aleja de un puntapié, lo que te importuna en tu mesa de trabajo y tiras a la papelera, lo que en realidad nadie quería, lo que no le hacía a nadie ninguna falta. Mecheros sobre todo. Mecheros de todos los colores, de propaganda, de usar y tirar, como si hubiera algo que pudiera ser usado y tirado luego impunemente.