Cierro los ojos para imaginar el paisaje que me gustaría ver desde mi ventana, o el que me haría detenerme para disfrutar de él y descansar en una caminata por el campo: es un espacio abierto, aunque no del todo, porque hacia un lado se eleva suavemente en colinas; más cerca, la llanura está cubierta de hierba, aunque hay también arbustos dispersos y grupos de árboles; el agua es visible, o hay señales de su presencia cercana; el cielo está azul, aunque hay algunas nubes en el horizonte; algún camino ofrece como una promesa el tránsito hacia la lejanía. Las señales de presencia humana -los caminos en sí, algún campo cultivado- puntean la naturaleza sin desfigurarla. Bandadas de pájaros atraviesan el cielo.
En realidad, me doy cuenta mientras escribo, no estoy imaginando ese paisaje, o no del todo. Los límites entre la imaginación y el recuerdo son difíciles de establecer, pero el escenario de mi paraíso inventado se parece mucho al valle del Guadalquivir visto desde la colina en la que se asienta Úbeda, mi ciudad natal: la tierra cultivada desciende suavamente hacia el cauce del río, visible apenas en la distancia -el reflejo del sol en el agua, brillando como un cristal-, y luego vuelve a alzarse hacia las vertientes de las sierras de Cazorla y de Mágina, que limitan el horizonte pero no lo cierran, y que cuando yo era niño despertaban en mí sobre todo la curiosidad de averiguar qué había al otro lado, la fantasía de echar a andar por uno de los caminos que bajaban al valle y llegar más allá de la Sierra. Siempre había pensado que mi apego hacia este paisaje procedía nada más que del recuerdo de la infancia. Muchos años después de abandonarlo, busqué una casa para pasar los veranos y al asomarme a la terraza tuve una sensación instantánea de felicidad: la ladera suave, la llanura con verdor y con árboles, las colinas que se volvían azuladas en la distancia, la sierra al fondo, marcando un límite que confortaba y que también prometía otros paisajes más allá. La mayor parte de nuestras preciadas singularidades las compartimos con casi todo el mundo; yo no me había parado a pensar hasta ahora que este paisaje tan íntimo, tan exclusivo de mi vida, no tiene nada de original: se parece a muchos de los que ha representado durante siglos la pintura y a los que pueden verse en fotografías e ilustraciones de innumerables calendarios; también se parece, estadísticamente, al que aseguran preferir la inmensa mayor parte de los seres humanos, sin que importe la parte del mundo en la que viven. Lo cuenta Dennis Dutton en un libro que yo acabo de descubrir, The Art Instinct, una investigación sobre las raíces evolutivas que pueden rastrearse en la universal propensión humana a crear y disfrutar lo que parece de tan poco valor práctico, obras de arte, relatos, músicas.
En la portada del libro de Dutton se ve un paisaje pintado en el siglo XIX por Frederic Church idéntico al que yo imagino en la ventana de una casa soñada: llanura fértil, arboledas, espacio abierto, colinas y montañas al fondo.
Paisajes así se ven en los mejores museos del mundo y en las tiendas de muebles más espantosas, sobre sofás tapizados en plástico en chalés adosados de clase media en España y en chabolas en un suburbio de Río de Janeiro o de Bangkok. Sabemos que la vulgaridad se difunde con mucho más éxito que la belleza, y que en las preferencias paisajísticas de muchas personas distraídas influirán los calendarios y los cuadros que han tenido siempre cerca, pero Dennis Dutton, citando experimentos psicológicos que vienen desarrollándose desde los años setenta, encuentra una explicación más profunda, y a la vez más poética: cuando imaginamos el lugar del paraíso de nuestra posición en él: en mi imaginación, lo mismo que en mi recuerdo, estoy situado a una cierta altura sobre el valle, en un lugar en el que me siento protegido y en el que a la vez puedo distinguir si se aproxima un enemigo o alguna posibilidad de caza; los árboles ofrecerán sombra, alimento, refugio, pero no se cerrarán sobre mí en una selva o un bosque en el que me perderé fácilmente y seré más vulnerable. Las montañas resguardan el valle de los vientos, y la nieve que cubra en invierno sus picos alimentará luego los cursos de agua: están cerca, pero no demasiado, porque una montaña es un medio hostil, y porque además puede cerrar sin remedio el mundo por el que puedo moverme. Hasta mi sueño infantil de seguir los caminos hasta el horizonte es mucho más antiguo que yo mismo: mi desasosiego por irme siempre del sitio donde estoy algo tendrá que ver con la memoria de mi especie viajera.