En la misma época en que Vermeer pintaba algunos de los cuadros de mayor exactitud en la representación de las cosas, su amigo el óptico Leeuwenhoek desarrolló una lente capaz de magnificar las imágenes hasta 275 veces.
En dos fotos que el periódico publica el mismo día, dos cuerpos irregulares flotan en una oscuridad que puede ser la del espacio más remoto. La primera ha sido tomada por la nave Cassini, a casi 1.500 millones de la Tierra, y es una imagen espectral de algo que parece una roca y un fragmento de un cráneo, y que es en realidad la luna Febe, el satélite más exterior de Saturno. La otra es más precisa, pero también más difícil de identificar: es un objeto vagamente orgánico, membranoso, con excrecencias que podrían ser patas o aletas rudimentarias, o esos tejidos transparentes con los que se propulsan algunas medusas. También podría ser algún tipo de asteroide, una roca tan perdida en el espacio como esa luna de Saturno a la que la sonda Cassini ha tardado siete años en acercarse, y que completa su órbita de 18 meses a una distancia de trece millones del planeta.
La tarea de la fotografía no es mostrar lo visible, sino precisamente aquello que los ojos no pueden o no saben ver, dice un personaje en una novela de Graham Swift. Jamás veríamos la remota luna Febe, que es quince veces más pequeña que la nuestra, si no fuera por las cámaras telescópicas de la nave Cassini: pero el otro objeto al que me refiero es igualmente inaccesible a nuestras pobres pupilas, aunque no está en los confines del sistema solar, sino aquí mismo, en cualquier parte, flotando en un espacio que no es el que separa los cuerpos celestes, sino el que hay entre mi cara y mi mano, entre la mirada de un lector y la página impresa de esta revista. La imagen se titula “Polvo 1” y pertenece a una exposición de la fotógrafa Concha Prada, que se dedica a examinar a través de la lente del microscopio las motas de polvo común y a fotografiarlas con la misma vigilancia obsesiva con que los astrónomos estudian y fotografían la galaxias lejanas con sus telescopios.
Cada mota de polvo, en las fotos de Concha Prada, es del todo singular, distinta a cualquier otra: parecen medusas, parecen flores extrañas, parecen órganos atrofiados o enfermos, proliferaciones de tejido canceroso. Y siempre están flotando, en una negrura satinada de papel fotográfico más absoluta que la del espacio exterior, que la de las regiones abisales del mar.
El descubrimiento asombroso de lo más lejano es simultáneo al de las cosas increíbles que se vislumbran en lo más próximo. Las lentes de los microscopios y las de los telescopios se perfeccionaron en la misma época, hacia la mitad del siglo XVII, y uno de los héroes más ignorados del conocimiento humano fue el óptico holandés Antoni van Leeuwenhoek, que desarrolló una lente con una capacidad de magnificación de las imágenes de hasta doscientas setenta y cinco veces. Usando una mucho más rudimentaria, que ampliaba sólo treinta veces, el gran Robert Hooke había vislumbrado por primera vez la estructura cristalina de los copos de nieve, y distinguido en un trozo de corcho una trama de celdillas a las que bautizó con el nombre de cells, células, o celdas, porque le recordaron las de los monjes. Pero al mismo tiempo, y con su primitivo telescopio, Hooke había descubierto que el planeta Júpiter gira sobre su eje, y había hecho observaciones tan precisas sobre la superficie y la órbita de Marte que fueron útiles hasta el siglo XIX.
Antoni van Leeuwenhoek trabajaba en secreto, como un alquimista: mientras otros exploraban océanos y continentes, él indagaba la textura prodigiosa de las materias más próximas, el pan enmohecido, el aguijón de una avispa, las células de la sangre, la saliva, los pelos, la orina, el semen. En una gota de agua común vio un hormigueo de seres vivos más fantásticos que los de los bestiarios medievales y calculó que su número era superior a los ocho millones.
Mirar con atención, más allá de lo visible, de lo aceptado, incluso de lo imaginable, es una tarea que comparten el artista y el científico. No puede ser casual que al mismo tiempo que se desarrollaban las lentes de los microscopios y de los telescopios se estuvieran pintando algunos de los cuadros de más exactitud en la representación de las cosas. Velázquez y Vermeer, dos de los pintores que mejor han mirado el mundo, son contemporáneos de Robert Hooke y de Antoni van Leeuwenhoek. Pero es que Leeuwenhoek vivía en Delft y era vecino y amigo de Vermeer, y fue su albacea testamentario. La hipótesis es tan tentadora, tan novelesca, tan verosímil, que no nos gusta rechazarla, aunque no existan pruebas materiales: quizás, en su taller secreto, Leeuwenhoek no sólo pulió lentes de telescopios, sino que inventó también la cámara oscura gracias a la cual su amigo Vermeer fue capaz de mirar las cosas con una precisión del todo inaccesible para las pupilas humanas.