Intenta seguir en sentido inverso el viaje hacia tu mesa de los alimentos más comunes que tienes al alcance de la mano y te perderás en un laberinto de milenios de historia. La taza de café negro reluciente con su cucharada de azúcar implica la historia del comercio entre varios continentes y la del viaje infame de los esclavos africanos hacia las islas del Caribe; el té requiere para ser explicado los imperios de China y la India y la aventura insensata de las carabelas portuguesas que daban la vuelta al Cabo de Buena Esperanza antes de poner proa hacia el nordeste en el océano Índico; para que te comas un tomate fue preciso que se desplomara hace cinco siglos la teocracia sofisticada y sanguinaria de Tenochtitlán; la tostada de pan blanco sobre la que restriegas la pulpa del tomate y luego viertes un chorro luminoso de aceite de oliva requirió milenios de agricultura en el Oriente Medio y en las orillas del Mediterráneo, y contiene como una huella genética los rituales sagrados de Grecia y de Roma: con ese mismo aceite se ungían las estatuas de los dioses; el olivo era el árbol sagrado de Atenea. La roma patata que ya ni siquiera ves cuando te pones a pelarla porque has visto y pelado millones de ellas en tu vida es una de las claves en la historia del mundo.
Me detengo en la patata en esta expedición arqueológica que me lleva de la alacena al mostrador de la cocina por que este año 2008 ha sido dedicado solemnemente a ella por las Naciones Unidas, reconociéndole así una gloria que no parece corresponderse mucho con su humildad de tosca servidora doméstica. La patata es, cuantitativamente, el cuarto cultivo alimenticio del mundo, después del maíz, el trigo y el arroz, pero es el primero según los índices de su rendimiento y de su eficacia nutritiva. Cuesta muy poco cultivarla, y permanece almacenada en la seguridad de la tierra hasta el momento mismo de su madurez, lo cual en tiempos de guerras la hacía mucho menos vulnerable que los cereales al pillaje y al fuego.
Alimentándose de patatas y de muy poco más uno podría sobrevivir con pleno vigor, aunque también con gran aburrimiento. La patata se cultivaba en los altos valles andinos hace diez mil años, pero llegó a Europa en las bodegas de barcos españoles sólo a mediados del siglo XVI, un contrapunto benéfico a la otra importación que también se inauguraba por entonces, la de las hojas del tabaco. Durante un siglo la gente no se fiaba de ella, un bulto feo y sospechoso que le brotaba como un tumor a la planta debajo de la tierra. Se consideró que podía ser venenosa; se le atribuyeron efectos afrodisíacos; se la vinculó con el demonio, y con el contagio de la lepra. Antecesores de la actual cocina creativa elaboraron recetas para comerse las hojas, descartando el resto de la planta. La gente se resignó a comerla en las hambrunas causadas por las guerras de religión y por el enfriamiento climático que se abatió sobre Europa durante los siglos XVII y XVIII. Sin la abundancia de patatas que liberó muchos brazos de la agricultura y alimentó mayores poblaciones urbanas no habría sido posible la Revolución Industrial en Inglaterra: para Friedrich Engels, la patata fue tan decisiva como el hierro y como la máquina de vapor.
Los incas la comían sin pelarla, porque creían que al arrancarle la piel la patata estallaba en terribles sollozos. Pablo Neruda, que escribió odas magníficas a los alimentos en apariencia más prosaicos -la alcachofa, la cebolla, el pan, el tomate-, tiene una “Oda a la papa” que deslumbra por su hermosa materialidad de poesía arcaica: “?compacta como un queso/que la tierra elabora/en sus ubres/ nutricias”. A diferencia de los metales, que nacen como ella en el interior de la tierra pero sirven para la destrucción, la papa es en los versos de Neruda pura benevolencia, asociada a las civilizaciones originarias de América: “harina de la noche/subterránea/ tesoro interminable/de los pueblos”.
En un libro de título bastante absurdo, Propitious Esculent, el historiador John Reader ha acumulado casi todo lo que se puede saber sobre el cultivo de la patata y su influencia abrumadora en el devenir de la Humanidad. Suprimir la patata de la historia de los últimos siglos tendría no menos efecto que suprimir la imprenta o los descubrimientos de Louis Pasteur. Los grandes ejércitos de Napoleón no habrían sido posibles sin colosales abastecimientos de patatas. Sin el hambre causada por la ruina de las cosechas de patata un millón de irlandeses no habrían muerto a mediados del siglo XIX y otro millón no habrían emigrado a América. Sin las patatas que comieron ruidosamente en cocinas sombrías generaciones de antepasados campesinos borradas por el tiempo yo no estaría escribiendo estas palabras ahora mismo.