Un hombre sale un día de casa, se despide de su mujer, sube al coche, enfila la calle de siempre camino del trabajo y ya no vuelve más. No ha huido con otra, ni ha sufrido un accidente; tiene amnesia disociativa y no recuerda quién es.
Abre uno los ojos, después de una siesta profunda que duró demasiado, y durante unos segundos no sabe dónde está, ni cuál es el momento del día. La sensación es breve, pero también muy intensa, y contiene una punzada de alarma. La conciencia todavía aturdida identifica y descarta habitaciones sucesivas, y también tarda en reconocer la hora del día según la intensidad o la inclinación de la luz. Y si lo que predomina en la habitación son las sombras, la confusión se vuelve todavía mayor: ¿amanece o está anocheciendo? La memoria propone lugares, horas del día o de la noche, ciudades. Un instante más tarde hemos reconstruido como detectives o geógrafos los datos precisos de nuestra topografía más cercana, hemos trazado en nuestro mapamundi interior las líneas de longitud y latitud, la posición aproximada de los astros. No estamos en el hotel de Buenos Aires donde tanto nos costó dormir hace unos meses, no hemos despertado en la lejana casa de campo en la que pasábamos los veranos hace muchos años. No hemos despertado al final del día, sino con la primera luz de la mañana. Instalados de nuevo en el espacio y en el tiempo, recobramos el sentido pleno de una identidad que siempre damos por supuesta, pero que puede muy fácilmente disgregarse, o perderse.
La identidad no es una foto invariable, una presencia sólida y constante: la identidad la está tejiendo y destejiendo a cada segundo la memoria. Del mismo modo que al subir una escalera recordamos sin saberlo todo el aprendizaje necesario y difícil que debimos superar a los dos o tres años para hacer frente a un plegamiento tan complicado del espacio, también nos pasamos la vida eludiendo el vértigo del olvido para recordar quiénes somos. El argentino Julio Cortázar escribió un relato humorístico que se titula Instrucciones para subir una escalera, y que en el lenguaje retorcido de los manuales de uso de cualquier aparato nos revela la complejidad que se esconde en los actos más nimios, el número casi incalculable de decisiones automáticas que estamos tomando al realizar los gestos comunes de la vida, y que consisten, sobre todo, en una sucesión instantánea de recuerdos.
Recuerdo quién soy al despertar cada mañana, y recuerdo el lugar donde se encuentra cada tecla y el dedo que debe pulsarla en el teclado aunque esa destreza, que me costó tanto adquirir, está tan firmemente anclada en mi memoria profunda que no reparo nunca en ella, como no reparo en mi talento para atarme los cordones de los zapatos. Esas capacidades triviales en apariencia esconden procesos neuronales de una complejidad y una sofisticación tan asombrosas que sólo muy recientemente la neurofisiología ha empezado a esbozarlos. Las damos por supuestas, como tantas cosas fundamentales en la vida, y sin embargo un mínimo accidente puede bastar para que las perdamos, convirtiéndonos entonces en desconocidos para nosotros mismos, huéspedes de un cuerpo que ya no nos obedece, extranjeros en los mismos lugares de donde nos creíamos nativos.
A veces esa desconsolada extranjería que advertimos en los enfermos o en los muy viejos puede volverse absoluta. Se llama estado de fuga o amnesia disociativa, según los expertos que la estudian. Un hombre perfectamente equilibrado y normal sale una mañana de su casa, se despide de su mujer con un beso, sube a su coche, enfila la misma calle de todos los días camino del trabajo y ya no vuelve nunca. No ha tenido un accidente, no se ha escapado con otra, no lo han asesinado abandonando su cuerpo en un vertedero donde nadie puede encontrarlo: simplemente se ha ido, sin saber a dónde, y unos meses o unos años después alguien lo encuentra y lo reconoce, pero él mismo no recuerda quién fue, ni cómo llegó a la ciudad donde vive ahora. Se ha quedado sin nombre y sin pasado, y por lo tanto sin identidad: su memoria es una gran biblioteca vacía, o un solo libro inmenso escrito en la caligrafía diminuta de un idioma que nadie sabe descifrar.
Una apoplejía inadvertida, una encefalitis vírica o una epilepsia del lóbulo temporal pueden ser las causas de este olvido. Pero según un especialista que se llama Elkhonon Goldberg -con ese nombre uno parece predestinado a los saberes más profundos- la pérdida radical de toda memoria procede de una mezcla de causas emocionales y orgánicas: el estado de fuga le sobreviene a alguien que aparte de sufrir una alteración neuronal necesitaba desesperadamente huir; el pánico a los recuerdos vuelve más fácil la amnesia fulminante. Alguien despierta y no sabe dónde está, ni a qué hora del día pertenece esa luz o esa penumbra. Tampoco sabe quién es, pero esa ignorancia no le produce miedo, ni siquiera alarma, sino una serena felicidad, un infinito alivio. Quizás lo único que sabe es que ha huido, y que se encuentra a salvo.