Elogio del entusiasmo

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Hace ahora veinte años, cuando publiqué por primera vez una novela y empecé a tener cierto contacto con literatos, periodistas culturales y críticos, me di cuenta no sin cierta sorpresa de que en ese ambiente el entusiasmo estaba mal visto, y que la actitud más adecuada era una cierta desgana, cuando no un despectivo cinismo. Uno tenía que fingir que la literatura, en el fondo, no le importaba mucho, y que la lectura de la mayor parte de los libros escritos por otros le parecía del todo innecesaria. Uno no decía que un libro le hubiera gustado: si acaso, que “le había interesado”. Y desde luego tenía que ser un libro de un autor oscuro o difícil, muy poco conocido en España, de modo que uno pudiera tener la garantía de que su “interés” no quedaba abaratado por una coincidencia con los gustos vulgares del público. Uno tenía que mostrar visiblemente que si le llamaban para una entrevista en la radio o en la televisión ese hecho le provocaba sobre todo una profunda pereza, y que si aceptaba la irritante invitación era por hacerle un favor a sus editores. Recordaré siempre mi llegada, en la primavera de 1986, a un hotel de Madrid en el que iba a rodarse un programa cultural dedicado a un grupo de escritores jóvenes que habíamos publicado por entonces nuestras primeras novelas. Llegaba nervioso, ilusionado, asustado, todavía con el pánico de haber volado por segunda o tercera vez en mi vida, abrumado por el tamaño y el ruido de Madrid, halagado por el privilegio de que un chófer me hubiera recogido al salir de Barajas. A los pocos minutos de encontrarme en lo que para mi apocamiento provinciano era una sala llena de esa rara especie de escritores que vivían en la capital y cuyos nombres aparecían con cierta frecuencia en el periódico, comprendí que lo decisivo era que no se me notaran ni la ilusión ni la fragilidad, y sobre todo no traslucir ninguna muestra de entusiasmo hacia nada, menos aún hacia el hecho milagroso de haber sido invitado a un hotel de lujo, a viajar gratis en avión, a faltar un par de días a la oficina, a hablar de mi novela y de las novelas que habían alimentado mi deseo de escribir.

Por algún motivo, la desgana, el desengaño, el rechazo del mundo común y visible, tienen mucho más prestigio en literatura que el entusiasmo, la curiosidad y la alegría. Tendrá que ver, supongo, con la vieja tradición cristiana de recelo ante lo terrenal y lo tangible, especialmente en países como el nuestro, donde la ortodoxia eclesiástica y las ideologías opresoras del rango y de la limpieza de sangre nos mantuvieron durante siglos al margen del libre flujo de las ideas y de los vientos saludables del comercio, la innovación tecnológica, las ciencias naturales. El desengaño sombrío de Quevedo nos ha influido más que la curiosidad jovial de su casi contemporáneo Robert Hooke, y en nuestra historia intelectual tiene más peso el místico huraño Unamuno que el siempre entusiasta Ramón y Cajal.

Dicen que los años lo vuelven a uno más desalentado o más cínico, pero cuanto mayor me hago más partidario soy del entusiasmo, más desconfío de quien afecta el tedio de saberlo todo y de ser inmune a la sorpresa. Mis dos libros de cabecera, en estos últimos tiempos, fueron escritos hace más de siglo y medio por dos entusiastas admirables, dos de los hombres más generosos, más llenos de curiosidad, más cordialmente apasionados por las cosas, por todas las cosas: me refiero a Walt Whitman y a Charles Darwin, a los poemas de Hojas de Hierba y a los sabrosos episodios de aventura y observación de El viaje del Beagle. Walt Whitman decidió, con una audacia revolucionaria que transformó para siempre la literatura, que todas las cosas, los lugares, los seres humanos, los animales, los trabajos, las máquinas, podían contener el esplendor de la poesía. Charles Darwin recorrió una parte del mundo en los cinco años de la expedición del Beagle en un estado de entusiasmo parecido al que sentía Whitman al pasear por las calles de Manhattan. En la prosa científica de uno y en los versos torrenciales del otro el esplendor de todas las cosas terrenales tiene la fuerza de los primeros episodios del Génesis. “No hago nada sin alegría”, escribió en el siglo XVI el pensador francés Michel de Montaigne, otro de los fundadores de la conciencia moderna. El entusiasmo por el mundo real, la alegría de las tareas diarias son la energía que alimenta el progreso. Ni la poesía ni la ciencia son posibles sin ellos.