Sé que una cosa no hay, dice un poema de Jorge Luis Borges: es el olvido. Esas palabras lapidarias podría repetirlas ahora una mujer de Nueva York que al cabo de treinta y cinco años podrá ver por vez primera la cara del hombre que invadió su casa y su vida una tarde de 1970, y del que no ha podido olvidarse en todo este tiempo, aunque nunca pensó que volviera a encontrarlo. Es posible que el hombre sí la haya olvidado a ella: los verdugos tienen peor memoria que sus víctimas, y en cualquier caso este sujeto tendría muchas más caras aterradas que recordar. En los primeros años setenta asaltó y violó a más de veinte mujeres jóvenes. Se asegu raba de que vivieran solas y entraba siempre ágilmente aprovechando una ventana abierta. Llevaba la cara tapada y usaba un cuchillo para someterlas. Con la tranquilidad de saber que ninguna de sus víctimas podía identificarlo se movió durante cierto tiempo por los mismos barrios: también eran años en los que una mujer se sentía tan avergonzada después de sufrir una violación que no siempre se animaba a poner una denuncia, sabiendo el suplicio añadido que la esperaba, las miradas de grosera sospecha de algunos policías, la necesidad de revivir detalles de una humillación para la que no había consuelo ni tampoco, en la mayor parte de los casos, justicia.
En el periódico viene la foto de esta mujer: una cara carnosa, con arrugas, el pelo posiblemente teñido, los labios pintados, con una intención de elegancia y una mirada de melancolía. Durante todo este tiempo ella ha podido atestiguar que el olvido no existe. En otra foto, en blanco y negro, se la ve en la época anterior a su desgracia, y no parece que entre la chica delgada y sonriente de entonces y la mujer de ahora haya algún parentesco. La muchacha de la foto es inocente del porvenir que la aguarda. La mujer de ahora tiene todo el pasado en los ojos. Ella sí denunció la agresión, pero no sucedió nada. No le hicieron demasiado caso, y era una época en la que los delitos violentos se multiplicaban en la ciudad. El hombre con la cara tapada que se deslizó una tarde cruelmente en su vida desapareció luego sin dejar ningún rastro, impune, jactancioso, invisible. Ahora se ha sabido que después de aquellos años en Nueva York viajó a un país árabe donde residió algún tiempo, y después volvió a los Estados Unidos y se instaló en una ciudad de California, como profesor de árabe y asesor de empresas interesadas en Oriente Medio. Lo habían detenido alguna vez en su primera juventud, por delitos menores, pero él se las arregló para ir construyéndose poco a poco una nueva biografía respetable. El olvido, el paso del tiempo, eran sus cómplices.
Mientras tanto la mujer no puede borrarse del todo de la memoria el horror de la violación, el miedo a morir, la quiebra súbita de su sentido de la intimidad y de la dignidad personal. En sueños que la distancia en el tiempo no hace menos crueles revive lo que ha conseguido arrinconar en su memoria consciente. No recuerda que en 1970, al poner la denuncia en la comisaría, presentó también en ella una pieza de ropa interior manchada por el semen de su verdugo. Un día, hace muy poco, recibe una llamada. El hombre que la asaltó hace treinta y cinco años ha sido detenido. No hay la menor incertidumbre, a pesar de todo el tiempo que ha pasado, de la cara tapada, de la ausencia de testigos. Sospechoso de una infracción muy menor, este hombre al que ahora imaginamos maduro y digno, acomodado a su larga impunidad, instalado en otra existencia, ha accedido a someterse a una prueba de ADN, y en alguna parte de la infinita memoria automática de los archivos policiales ha saltado un breve relámpago que se ha convertido en un rastro largo y retorcido de huellas genéticas. No existe el olvido. La prenda manchada hace treinta y cinco años, posiblemente desgarrada, extraviada luego en una caja de cartón o en una bolsa de plástico que nadie abrió en todo este tiempo, ha preservado un residuo infinitesimal pero suficiente de la identidad de aquel violador, un hilo en la trama siniestra de sus agresiones. Los minutos que se quedaron para siempre en el recuerdo de esa mujer dejaron un rastro igual de indeleble que ahora restablece la trama intacta de la infamia. Ahora la mujer se dispone a testificar en el juicio, a mirar a los ojos al fantasma cruel que ha rondado su vida y regresado en sus malos sueños. Ya es posible identificar a un culpable o absolver a un inocente descifrando un tenue rastro de ADN, pero nadie sabe cómo borrar de la memoria ciertas imágenes de miedo y dolor que parecen inmunes al olvido.