En la ciencia, igual que en la literatura y en el arte, lo que importa muchas veces no es ver por vez primera lo que otros no han visto nunca, sino ver con una mirada nueva algo que parecía común y que estaba a la vista de todos. La revolución visual del Cubismo procede en gran parte de la manera en que Paul Cézanne, en las últimas décadas del siglo XIX, miró con una atención nueva formas tan comunes como las de unas manzanas o unos jarros de flores, o un paisaje que no estaba en el otro extremo del mundo sino al otro lado de la ventana de su estudio. El mayor revolucionario de la novela moderna, James Joyce, se limitó a mirar y a escuchar con una precisión infinita lo que sucedía un día cualquiera en las calles más vulgares de Dublín, y a retratar en cuerpo y alma a un hombre, Leopold Bloom, al que nadie habría mirado si se cruzara con él por la calle, y a quien ningún otro novelista habría considerado digno de protagonizar una novela.
El que mira como no han mirado otros, el que ve lo que permaneció invisible para investigadores o expertos dotados de medios más poderosos de observación, es con frecuencia alguien que se encuentra al margen, que disfruta la libertad de no recibir demasiada atención y por lo tanto no se ve forzado a mirar las cosas de la manera más conveniente, a someterse a la ortodoxia y a lo establecido. Cézanne, pintor solitario y sin éxito, hizo su revolución a solas, en su retiro del sur de Francia, lejos de los salones y de las galerías de arte, del halago y la tiranía de la actualidad. James Joyce era un irlandés cegato y torpe para los asuntos prácticos y para las astucias literarias que se ganaba malamente la vida dando clases de inglés por las ciudades de Europa.
Pocos lugares hay más lejanos de las metrópolis de la celebridad que la ciudad australiana de Perth, donde llevaron a cabo sus investigaciones los dos ganadores del premio Nobel de Medicina de este año, los doctores Marshall y Warren: el uno, patólogo en un oscuro hospital público; el otro, profesor en una universidad cuyo nombre difícilmente sonará familiar a quienes se quedan sobrecogidos de admiración cuando oyen mencionar Harvard, Cambridge, Columbia. Pero no fue en ninguna de ellas, sino en la Universidad del Oeste de Australia, donde los doctores Barry Marshall y Robin Warren, en los primeros años ochenta, se atrevieron a desafiar con sus investigaciones la doctrina ortodoxa, fosilizada, admitida por todo el mundo, y perfectamente falsa, sobre las causas de la úlcera de estómago, que amargaba las vidas de tantos seres humanos, y que en muchos casos acababa derivando en un cáncer letal. La úlcera de estómago, nos decían siempre, estaba causada por el estrés, por “los nervios”, por la presión angustiosa del trabajo y las obligaciones. Ningún microorganismo podía intervenir en la enfermedad, ya que el estómago, con sus tormentas de ácidos corrosivos que aseguran la digestión, es un medio ambiente tan hostil a la vida como la superficie de un planeta lejano sometido a erupciones volcánicas y a violentas radiaciones solares no filtradas por ninguna atmósfera. Había, a pesar de todo, testimonios sobre la presencia de una bacteria, pero la ortodoxia -también la ortodoxia científica- puede ser más poderosa que la observación y que el sentido común.
Cuando los doctores Marshall y Warren publicaron su descubrimiento de la bacteria Helicobacter pylori y determinaron su conexión con las inflamaciones de la úlcera de estómago, no hubo nadie en la comunidad científica que no desdeñara el hallazgo. ¿Cómo podían atreverse a contradecir la verdad establecida aquellos dos médicos que trabajaban en un laboratorio del último extremo del mundo? Pero su fragilidad era lo que los hacía fuertes y audaces, y quizá la falta de sólidas perspectivas de avance profesional y social les daba la valentía que sólo poseen quienes no tienen nada o casi nada que perder. La úlcera de estómago la causa el agotamiento nervioso, eso lo sabe todo el mundo. También sabía todo el mundo, desde Aristóteles, que las moscas nacen de la carne putrefacta “por generación espontánea”, e hizo falta la tenacidad solitaria de Louis Pasteur para poner en duda una ortodoxia que se había mantenido contra toda evidencia durante más de veinte siglos. Estoy seguro de que los doctores Marshall y Warren no vestirán con mucha elegancia el frac cuando vayan a recibir el premio Nobel, y tendrán ganas de que todo acabe cuanto antes para volver enseguida a la tranquilidad de su provincia remota, a la felicidad de un laboratorio tan retirado como el estudio de Cézanne. Gracias a la tranquila y obstinada rebelión de esos dos hombres, la bacteria Helicobacter pylori, con su extraña cabellera de organismo extraterrestre, ya es un monstruo domado que forma parte de la imaginación visual de nuestro tiempo.