Una gozosa visita al Aquarium Finisterrae de La Coruña hace revivir al autor la emoción que sintió al leer de niño Veinte mil leguas de viaje submarino y las aventuras del capitán Nemo a bordo del Nautilus.
En el Acuarium de La Coruña he disfrutado una felicidad que yo creía exclusiva de los libros y de los mejores recuerdos de la infancia. Un libro, precisamente, constituye por sí mismo uno de esos recuerdos. Me lo regalaron cuando tenía once años, y es posible que su influencia fuese una de las más decisivas de mi vida, porque me empujó definitivamente en una dirección que no ha variado mucho desde entonces. Me hizo ver la literatura como una manera de vivir, de estar en el mundo y de mirar las cosas. Me hizo consciente de que la imaginación humana no puede concebir prodigios mayores de los que están en la naturaleza, y de que la profundidad desconocida del alma de alguien puede ser tan insondable como la de las fosas del océano.
El libro era Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne. Hasta hace no mucho conservé aquel ejemplar de las primeras lecturas, un volumen ya amarillento, medio descuadernado, con mi firma en cándida letra escolar y la fecha tan lejana, 1967. Veo su portada en el recuerdo, la silueta oscura de un submarino y el cono de luz de reflector que ilumina las aguas. Pertenecía a una colección de bolsillo de presentación modesta y ambición admirable, publicada por la editorial Sopena, a la que le debemos tanto los lectores de mi generación.
Nunca hasta empezar la lectura de Veinte mil leguas de viaje submarino había tenido la sensación física y poderosa de que un libro es un espacio en el que se entra, como entran los náufragos en la nave del capitán Nemo, un lugar en el que uno puede quedarse y sumergirse, a salvo del mundo exterior. En el comedor donde yo empecé a leer el libro había un reloj de pared que marcaba sonoramente las horas, las medias y los cuartos. De pronto levanté los ojos de la lectura y me di cuenta de que habían pasado casi dos horas y de que en ese tiempo no había oído las campanadas del reloj.
Exactamente la misma sensación de sumergirme la he tenido en el Acuarium de la Coruña, donde además he encontrado una invocación conmovedora del submarino Nautilus y de su misterioso capitán, que decidió llamarse Nadie y no tener pasado ni patria, huir de las sinrazones, las crueldades y las injusticias de la tierra firme en el espacio libre de los océanos, cumpliendo así la máxima de Charles Baudelaire según la cual un hombre libre siempre añorará el mar. Estoy seguro de que quien diseñara ese museo se contagió en la infancia de los mismos sueños científicos y novelescos que yo: veo portadas de ediciones antiguas de la novela y carteles y fotogramas de las películas que se hicieron sobre ella, y que siempre acababan defraudándonos, aunque acudíamos a ellas con un estremecimiento de promesas, como si al entrar en la sala oscura de cine, con su opulencia antigua de dorados y terciopelos rojos, estuviésemos ya internándonos en los corredores del submarino.
Veo espejos en los que el capitán Nemo podría haber mirado su cara de soledad misántropa y rebeldía solitaria contra el mundo; veo trajes de buzos y escafandras que pertenecen a la época en la que el Nautilus recorría los mares. Y al final, bajando por las escalerillas metálicas, completo la inmersión gozosa en el mundo que no habría formado parte de mi imaginación si no hubiera sido por esta novela. Como el capitán Nemo y sus huéspedes en el salón del submarino, descubro tras el cristal el mayor misterio de todos, el mundo que sigue siendo más fantástico que el de cualquier ficción. Estoy bajo el mar, en la bahía de La Coruña, y los peces flotan delante de mí, por encima de mi cabeza, se deslizan en un medio mágico en el que la gravedad no parece existir, los peces de nombres comunes que sin embargo, al verlos vivos y moviéndose, revelan una belleza sin comparación y una extrañeza absoluta. Algunos permanecen inmóviles, medio escondidos en las fisuras de las rocas, mimetizados con ellas. Otros, imposiblemente planos, flotan a unos milímetros del fondo, confundiéndose con el color de la arena. Me gustaría tener la sabiduría del naturalista Pierre Aronnax y de su criado Conseil, que en la novela se saben los nombres de todas las criaturas.
De pronto aparece algo que no puede ser de este mundo, ni habitar en el mismo planeta que yo: una forma móvil, blanda, confusa, una materia organizada en protuberancias, ventosas y tentáculos, que sin embargo me mira con unos ojos temibles como detrás de la máscara de un encapuchado. Los ojos del pulpo parecen estar viéndome y yo siento el mismo miedo que cuando leí por primera vez la descripción de esa mirada en la prosa de Verne, en una habitación en la que las campanadas del reloj habían dejado de escucharse.