La teoría de la evolución no se enseña en muchas escuelas públicas americanas para no herir susceptibilidades religiosas. En otras se acepta su enseñanza con la condición de que se explique también a los alumnos, como una posibilidad alternativa, la llamada teoría del Diseño Inteligente, que es el nombre respetable y de sonoridad moderna que encubre la creciente presión del integrismo para coartar la razón laica y el pensamiento científico. Explicar el “diseño inteligente” al mismo tiempo que la teoría de la evolución es igual que presentar en el aula como saberes equivalentes la astronomía y la astrología. Y al fanatismo religioso se alía admirablemente el multiculturalismo beato, que se pretende de izquierdas pero es igual de oscurantista: no existen verdades objetivas, ni tampoco saberes superiores a otros, porque cada uno expresa la legitimidad de la cultura que lo ha originado. En comunidades muy religiosas, habrá profesores que no se atrevan a jugarse el trabajo explicando una teoría que puede herir las creencias de algunos alumnos. Y según una estadística reciente, casi el cincuenta por ciento de los norteamericanos creen que el mundo fue creado por Dios en seis días, según los términos exactos del relato bíblico. Como decía un editorial reciente del New York Times, esas cifras no muestran la buena salud de la religión, sino el fracaso de la enseñanza. El propio presidente Bush ha entrado en la polémica defendiendo que las escuelas adoctrinen a sus alumnos en el diseño inteligente, y poderosas fundaciones privadas invierten millones de dólares en campañas de relaciones públicas y de intoxicación mediática en las que se difunde la falsedad de que ese engendro es una alternativa seria y renovadora a la ortodoxia de la ciencia establecida.
En el país donde se ha alcanzado el máximo progreso científico y tecnológico las ideas sobre el universo y sobre la vida de mucha gente están a la altura de las sociedades de pastores neolíticos. Los integristas religiosos desmienten a Darwin y los servidores políticos de los voraces intereses de las compañías petrolíferas y de los fabricantes de automóviles continúan asegurando que el efecto invernadero y el calentamiento global del planeta no son hechos probados. Los casquetes polares pueden estar derritiéndose, y la subida de las temperaturas del mar favorece la formación de huracanes cada vez más destructivos, pero en Estados Unidos los coches gastan más gasolina que en los años setenta, y el gobierno promueve leyes que permitirán la tala de bosques hasta ahora intocables y la explotación de nuevos pozos de petróleo en la reserva natural de Alaska. Negar la ciencia no es una defensa del otro mundo sobre éste, de los valores del espíritu contra los groseros intereses de la materia: la ciencia se niega por la misma razón por la que se conspira contra la libertad de expresión, para asegurar los privilegios de los más poderosos y mantener en la ignorancia y la docilidad a los pobres.
Los pobres, de un modo u otro, siempre acaban pagando. Ellos son los más perjudicados por el avance del oscurantismo, aunque uno tienda a pensar que lo que disgusta a un profesor de Biología no afectará nada a un trabajador que difícilmente se gana la subsistencia y que no dedica ni un minuto de su vida a reflexionar sobre el origen del universo o a la selección natural. El mismo gobierno que quiere difundir en las escuelas la teoría de que una inteligencia superior ha dirigido durante milenios los mecanismos de la evolución proscribe que se investigue con células madre y elimina de sus programas de ayuda internacional la educación en el uso de preservativos y su distribución gratuita en los países más pobres de África, que son también los más azotados por el sida. El aprovechamiento de las células madre es uno de los hallazgos más espectaculares de la ciencia médica y un camino esperanzador para remediar sufrimientos terribles, pero se ve que el amor por los embriones es muchas veces más intenso que el que despiertan los seres humanos hechos y derechos. Igual que el Vaticano, la Casa Blanca propone que los mejores remedios contra la extensión del sida son la continencia sexual y la fidelidad conyugal, pero al chantaje moral añade una mentira palpable, y es que el preservativo no garantiza la inmunidad contra el virus. Las agencias norteamericanas de cooperación han dejado de sufragar la distribución gratuita de condones y la enseñanza sobre su manejo. La salvación de las almas se ve que les importa más que la salud de los cuerpos, y la enfermedad les debe de parecer el castigo justo que merece un pecado tan capital como el de la lujuria. En unos pocos siglos la causa de la emancipación humana ha avanzado en estrecha alianza con el progreso de la ciencia, pero los enemigos de las dos no son ahora menos peligrosos que en tiempos de Galileo.