Una exposición dedicada a los dinosaurios en Nueva York saca a la luz sus asombrosas similitudes con los pájaros. Éstos, cual saurios con plumas, sí pudieron sobrevivir al impacto del meteorito que aniquiló a tantas especies.
“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”, dice el cuento mínimo y proverbial de Augusto Monterroso. Parece, según los últimos testimonios, que los dinosaurios siempre han estado aquí, aunque nosotros los creyéramos extinguidos en un gran apocalipsis de hace 65 millones de años. Los habíamos confinado a los espacios de la fantasía y de los yacimientos fósiles, otorgándoles una vida entre de fábula y de especulación científica, pero ahora resulta que para tenerlos cerca de nosotros no nos hace falta encarnar su ADN en batracios modernos, según la rentable invención de Michael Crichton y de Steven Spielberg -Parque Jurásico-, ni viajar a islas perdidas en el Pacífico o a regiones inaccesibles en mitad de la selva del Amazonas, como en la bella fantasmagoría de King Kong y en aquella novela de Conan Doyle, El mundo perdido.
Hemos despertado de nuestra ignorancia, y resulta que los dinosaurios estaban con nosotros: son los pájaros. No debieran haber hecho falta, para que nos diéramos cuenta, esos recientes hallazgos de fósiles en los que se distinguen perfectamente rastros de plumas: ¿no son idénticas, o casi, las huellas de ese gorrión que avanza a saltos delante de mí sobre la tierra del parque recién mojada por la lluvia, y las pisadas de dinosaurios impresas sobre rocas en la Rioja? En el Museo de Historia Natural de Nueva York, donde acabo de ver una asombrosa exposición dedicada a ellos, se ven en una pantalla el esqueleto en movimiento de un avestruz y el de un Tiranosaurus Rex. Son prácticamente iguales: las patas muy largas, el cuello, la posición de la cabeza con respecto al tórax. Cuando salgo del museo y atravieso Central Park, miro a las palomas con mayor recelo: esos dinosaurios con plumas cuyos antepasados no sólo sobrevivieron al impacto de un meteorito que aniquiló a una gran parte de las especies vivas del mundo, sino que les legaron una capacidad de resistencia que les permite multiplicarse y evolucionar en uno de los ambientes más hostiles que han existido sobre la Tierra, y que es el de las grandes ciudades de ahora mismo. Palomas, ratas, cucarachas: más o menos las mismas especies que perduraron después de aquella masiva extinción, y que tienen grandes posibilidades de seguir perdurando cuando hayamos desaparecido nosotros, igual que estaban aquí mucho antes de que nosotros llegáramos.
Ésta no es una exposición de fósiles, que ya se ven de manera permanente en las salas del Museo: es una tentativa de explicar los últimos descubrimientos y las hipótesis más recientes sobre cómo caminarían, a qué velocidad, mediante qué mecanismos mantendrían el equilibrio animales de volumen tan inmenso, cómo se reconocerían entre sí los miembros de cada especie, qué sonido producirían las colas al golpear la tierra o agitarse en el aire. Uno mira y escucha en las salas del Museo, en las que siempre acaba dejándose llevar por un asombro infantil, pero también toca, porque en muchos casos está permitido. Toca la cáscara suave y lisa de un huevo gigante, toca una vértebra tan grande como la raíz de un árbol, toca un fémur que tiene un aire de peso tremendo y mineral, pero de nuevo aquí ha de poner en duda las ideas que daba por supuestas: los huesos de dinosaurio son macizos y dan tal impresión de pesadez porque están fosilizados; en muchos casos eran huesos huecos, ligeros, como los de los pájaros, como las aleaciones de metales livianos y muy resistentes con las que se hacen los fuselajes de los aviones. Tocar un hueso de dinosaurio es como sentir en la palma de la mano la duración de los millones de años que lo separan de nosotros, la lentitud de los procesos de mineralización que lo convirtieron en un fósil.
Del Museo de Historia Natural de Nueva York siempre salgo exaltado, aturdido. Voy buscando una sala y acabo perdiéndome en muchas otras, atravieso los reinos populosos de la Zoología y de la Botánica, me quedo mirando una flauta de hueso hallada en una cueva del Paleolítico o una inmensa piragua excavada y tallada en el tronco de un solo árbol por los indios de la costa Noroeste del Pacífico, me hechiza igual un escarabajo pelotero o un mosquito monstruosamente amplificado ochenta veces que un fragmento de meteorito de mineral puro de hierro y treinta y cuatro toneladas que veneraban los Inuit de Groenlandia y del que arrancaban con mucha dificultad esquirlas afiladas para convertirlas en puntas de flechas. Todos los animales, todas las plantas, todas las piedras, todos los artefactos del mundo parecen estar contenidos en esa enciclopedia con salones en penumbra, escalinatas, corredores resonantes de mármol, que es el Museo de Historia Natural de Nueva York. Cuando salgo a la luz de la calle siempre me sorprende ver en movimiento a muchos de los especímenes que he contemplado en las vitrinas. Esta vez no sólo me inquietan las palomas: hasta en los gorriones que picotean en la acera advierto una alarmante identidad de dinosaurios.