En la palma de la mano

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Las innovaciones tecnológicas nos permiten disfrutar más de la vida y del arte. Ahora, en un objeto no mayor que un paquete de tabaco, caben más canciones de las que podremos escuchar a lo largo de la vida.

En la palma de mi mano puedo abarcar una gran parte de la música que más me gusta en este mundo. En un objeto no mayor que un paquete de tabaco ni menos elegante que una antigua pitillera de plata caben más canciones de las que posiblemente yo escucharé a lo largo de mi vida. No pesa, no tiene botones, no exige enfadosas cintas que se enredan toscamente en bobinas, consume muy poca energía. Y sin embargo esconde un disco duro más potente que muchos ordenadores, y un sistema instantáneo y automático de clasificación, de modo que cada nombre, cada álbum, el título de cada obra, se pueden encontrar en décimas de segundos, tan sólo deslizando la yema de un dedo sobre la grata superficie lisa. Cuando voy a salir a la calle, lo primero que hago, después de asegurarme de que no olvido la cartera ni las llaves de casa, es comprobar que también llevo conmigo mi casi infinita discoteca que no pesa nada, que sólo muestra su presencia por el detalle inconfundible de dos delgados cables blancos que van a los auriculares, tan pequeños, de tan delicado diseño, que no molestan en los oídos.

Estoy hablando, des de luego, del mágico iPod, del que esta revista se ha ocupado en varias ocasiones, y que supongo estará difundiéndose ya por España a la misma velocidad que en Nueva York, donde sus cables blancos, su forma casi plana, su reverso plateado, se ven por todas partes, multiplicándose a una velocidad que según dicen los expertos es la más vertiginosa de cualquier nuevo producto en la historia del comercio. Pod, en inglés, es la vaina que protege a un fruto o a una semilla de leguminosa: igual que en el interior seguro y algodonoso de la vaina se guardan los elementos nutritivos y la infinidad de instrucciones genéticas que darán lugar al crecimiento de una planta, en mi iPod están la asamblea populosa de los compositores que más me gustan, las ingentes orquestas y los coros oceánicos de las óperas más espectaculares y los sucintos grupos de cámara que tocan a Beethoven, a Fauré o a Webern como si mantuvieran una conversación íntima, los tambores africanos y las baterías que resuenan en las grabaciones en directo de los discos de jazz, el desgarro solitario de las voces flamencas, las repeticiones y las hipnóticas variaciones graduales de Steve Reich, que se parecen a los ritmos monótonos de la naturaleza, las fugas y las filigranas de Bach: diez mil canciones, quinientas horas de música aproximadamente, calculo con avaricia y glotonería, tal vez una pared entera ocupada por estanterías de discos.

Me acuerdo del asombro ante los primeros lectores de CD, y más atrás ante programas de ordenador que ahora nos parecen tan primitivos como las ruedas de madera maciza que aún tenían los carros en mi infancia. Me acuerdo de mi felicidad y mi desconcierto al apretar por primera vez las teclas de una máquina de escribir eléctrica, o al escuchar por primera vez un disco de vinilo en un equipo estereofónico. ¿Y el vídeo, que hace no más de veinte años nos parecía tan prodigioso y que cambió radicalmente el modo en que nos relacionábamos con la historia del cine, al hacer por primera vez accesibles las películas de todas las épocas, al ofrecérnoslas con una disponibilidad semejante a la de los libros?

Cada una de estas innovaciones tecnológicas nos ha permitido disfrutar más de la vida y del arte: cada una de ellas, infaliblemente, ha despertado la alarma quejumbrosa de los apocalípticos, que veían en ellas amenazas oscuras contra la autenticidad, o contra la verdadera cultura. Hace diez o quince años nada más, la pregunta más común de los periodistas que se acercaban a uno era si las nuevas tecnologías no iban a acabar con los libros; y hace veinte abundaban los literatos que denunciaban las llamadas “novelas de ordenador”, como si escribir con un programa de tratamiento de textos implicara una especie de subordinación a una especie de fría inteligencia robótica que anulara la emoción de la literatura. Pero ya hubo antes quien denunció la sequedad mecánica de la máquina de escribir añorando la pluma estilográfica, y seguramente no faltó quien al aparecer ésta no lamentara la pérdida de las viejas y queridas plumas de ganso.

Ninguna de esas profecías torvas se ha cumplido, pero eso no desa nima a los especialistas en augurios, quienes sin embargo no parece que renuncien a beneficiarse de las tecnologías cuyo progreso tanto los alarma. Mientras tanto, millones de aficionados llevamos con nosotros, en el espacio de la palma de la mano, el tesoro intacto de las músicas de cada uno: a algunos se nos ve sonreír por la calle al escuchar algo en nuestro iPod, como quien se sonríe por un recuerdo gozoso.