Los mayores revolucionarios pueden ser en el fondo personas muy conservadoras. Galileo cambió para siempre el modo en que miramos y experimentamos el mundo, pero él era un hombre respetuoso de la autoridad que aspiraba a situarse confortablemente en la corte de los Medicis, en una estricta jerarquía religiosa y social que sus propios descubrimientos ya estaban socavando irreparablemente. Marx y Engels admiraban las novelas de Balzac como retratos veraces del nuevo orden burgués que se imponía en Francia gracias a la Revolución y al desarrollo de la industria y el comercio, pero Balzac era un partidario fervoroso de la monarquía absoluta y del derecho divino de los reyes y los aristócratas, y detestaba profundamente a los mismos burgueses a los que estaba retratando con precisión tan admirable en su literatura. Kepler dedicaba una parte de su tiempo a elaborar horóscopos, y Newton creía en la alquimia, del mismo modo que Alfred Russell Wallace, el naturalista que casi le tomó la delantera a Darwin para formular la teoría de la evolución, acabó creyendo en espiritistas y ectoplasmas.
La paradoja del innovador reaccionario es tan frecuente en la literatura y en las artes como en la ciencia: T. S. Eliot e Igor Stravinsky trastornaron casi al mismo tiempo la poesía y la música del siglo XX, y sin embargo el primero fue toda su vida un conservador ultramontano con siniestros ribetes de antisemitismo, y el segundo un devoto creyente en los dogmas de la iglesia ortodoxa rusa. Emil Nolde se las arregló para ser al mismo tiempo pintor expresionista y partidario del nazismo, y acabó sin poder pintar más que pequeñas acuarelas no mayores que tarjetas postales porque los mismos jerifaltes del régimen que él defendía le prohibieron comprar lienzos y tarros de colores, considerando que su obra era un ejemplo del arte degenerado que había corrompido el alma alemana. Un destino semejante le correspondió a Anton Webern, revolucionario de la música y simpatizante de los nazis que anexionaron su país, Austria, al Reich alemán.
Pero quizás el más perezoso, el menos rebelde de todos los innovadores que dieron y siguen dando forma a nuestro mundo y a nuestra inteligencia es el gran Charles Darwin, que fue, durante toda su vida, un burgués tranquilo, apacible, obediente de las normas, respetuoso con los poderes establecidos, que llevó una vida intachable de honorabilidad burguesa, de sedentariedad de caballero victoriano, felizmente casado, padre de muchos hijos, rentista prudente, heredero de una fortuna sólida. Tan discreto era, tan medroso, que pasó veinte años sin atreverse a hacer pública su teoría de la evolución de las especies mediante la selección natural: sólo la inminencia de la publicación de una teoría idéntica por parte de Russell Wallace le animó a revelar la suya, previendo con desgana las diatribas que iban a desatarse, el escándalo que quizá lo iba a convertir en un descastado a los ojos de la misma clase social a la que pertenecía.
Marx casi se ha volatilizado por completo en los mismo medios intelectuales, económicos y políticos que sus doctrinas inspiraron durante más de un siglo. Freud ya forma parte de la ortodoxia clínica, del mismo modo que los músicos, los literatos y los artistas de vanguardia de los primeros decenios del siglo XX están incorporados a la tradición más indiscutible de los museos, los manuales y las salas de concierto. Sólo Darwin mantiene intacta la capacidad de sobresaltar y ofender que a él mismo tanto le asustaba, sólo contra él siguen arreciando las mismas campañas oscurantistas que en otros tiempos denigraron la pintura de Picasso o la música de Stravinsky. En estas mismas páginas se ha contado la permanente ofensiva religiosa y pseudocientífica contra la teoría de la evolución, la furia que sigue despertando en beatos y filisteos aquel hombre corpulento y barbudo que podía pasar años estudiando en su jardín y examinando bajo su microscopio los gusanos más vulgares, escrutando la anatomía de los berberechos.
Es Darwin el enemigo contra el que no hay cuartel: en Estados Unidos, donde un porcentaje muy notable de la población cree en la verdad literal del relato bíblico y en la maternidad virgen de María, la enseñanza de la teoría de la evolución es prohibida en muchas escuelas, y en otras los conservadores burlan la separación entre la Iglesia y el Estado para promover la imposición del Creacionismo. “Tiene usted el honor de ser detestado”, le dijo Baudelaire a Eduard Manet, el primer pintor que despertó la furia y el escándalo de los timoratos al representar a una mujer desnuda y de frente sin la coartada de la mitología. A Darwin lo detestan por igual los integristas del medio Oeste norteamericano y los clérigos iraníes, y ese rechazo es un honor y una prueba de la capacidad subversiva de la investigación científica. Aquel burgués victoriano sigue siendo el revolucionario más cabal de la modernidad.