Un equipo de cirujanos ha anunciado su intención de realizar transplantes de caras. La propuesta despierta una inquietud espantosa: el paciente saldrá de la anestesia, se mirará en el espejo y verá el rostro de un desconocido.
En una vieja película de miedo, muy anterior a los tiempos en que los transplantes se convirtieron en operaciones normales, a un pianista que ha sufrido un accidente que le deja inútiles las manos le injertan las de un hombre muerto, del que más tarde se sabe que era un asesino, un estrangulador: el pianista advierte que sus nuevas manos rechazan las teclas y poco a poco se siente llevado, arrastrado por ellas, atraído por cuellos blancos y frágiles de mujeres. Las manos transplantadas usurpan la voluntad de quien las ha recibido y lo esclavizan en lugar de obedecerlo, se rebelan contra él para empujarlo al crimen.
Luis Buñuel trabajó un tiempo en el guión de esa película. En la imaginación de Buñuel había una vena de crueldad quirúrgica: los espectadores de cine tenemos la sensibilidad estragada por muchas décadas de barrocos efectos especiales, de vísceras arrancadas, cabezas que estallan y borbotones de sangre, pero no creo que haya nadie que pueda mirar con indiferencia esa escena de El perro andaluz en la que una navaja barbera corta horizontalmente el globo ocular de una mujer que accede pasivamente a esa mutilación. Sabemos que es un ojo de vaca muerta, pero algo se rebela dentro de nosotros cada vez que miramos esa escena: la cara agredida, la cara desfigurada, es demasiado terrible como para que nuestros ojos no deseen apartarse de ella.
Casi todos nosotros aceptamos sin inquietud la idea de un transplante de órgano a condición de que no sea visible: un riñón es más o menos igual a otro, un corazón transplantado es tan secreto, y tan anónimo, como el corazón enfermo que viene a sustituir, y que acabará sin drama en la incineradora de un hospital. Pero la fantasía y el miedo siguen despertándose cuando pensamos en un transplante de ojos, en el de una mano. ¿Quedará algo de la presencia de un muerto en la expresión de unos ojos que ahora miran y brillan en otras cuencas? Y las manos, que nos aproximan al mundo con más intimidad que la mirada, que sin duda conservan una parte del rastro de las manos que hemos estrechado a lo largo de nuestra vida, de las caricias que gracias a ellas hemos disfrutado, ¿no serán siempre unas impostoras en el cuerpo de otra persona, no se contraerán con un reflejo de rechazo cuando se vean forzadas a rozar una piel extraña? En El perro andaluz, una mano amputada y huérfana yace en medio de la calle. Alguien la hurga con la punta de un bastón y la mano se encoge como un erizo, como un animal abandonado, que muy pronto pisarán los peatones o será aplastado por las ruedas de los coches.
Pero la más inquietante de todas las posibilidades no está en una película de miedo, sino en una noticia publicada en el número de octubre de una revista médica, The American Journal of Bioethics: un equipo de cirujanos de la universidad de Louisville ha anunciado su intención de llevar a cabo los primeros transplantes de caras. Las dificultades técnicas, aseguran, están superadas. Ya se puede sin mucha dificultad separar la cara de la cabeza de un muerto, incluyendo los cartílagos de la nariz, los músculos y los nervios faciales, y coserla cuidadosamente, como se ajusta una máscara, a las facciones de una persona viva y desfigurada. El que ha sufrido un accidente terrible y vive como un recluso porque no se atreve a salir a la luz pública y a enfrentarse a las miradas de los otros podrá salvarse, aseguran estos cirujanos, de ese tormento sin comparación con ningún otro, el que reduce a un ser humano a la apariencia de un monstruo.
Saldrá de la anestesia, se mirará en un espejo y encontrará en él la cara de un desconocido. A través de las ranuras de piel ajena de sus ojos mirará la habitación en la que nada ha cambiado y no se dará cuenta de hasta qué punto se ha convertido en otro hasta que no descubra el modo en que se lo quedan mirando las personas más cercanas. La cara es el espejo del alma, dicen, pero también es su máscara, y este hombre o mujer que haya recibido el transplante de otra cara acabará no sabiendo quién es, o buscará fotografías en las que se vea al otro, el suplantado, o quizá será reconocido con ternura y espanto por quienes amaron esa cara cuando pertenecía a otra persona.
Las consecuencias clínicas parecen controlables: las morales, las literarias, despiertan sobre todo una inquietud cercana al espanto. Aunque quizá la cara nueva se irá adaptando poco a poco al alma que se esconde tras ella, adquirirá sus gestos, su sonrisa, su aire de contrariedad. Es la experiencia la que va dibujando con más precisión nuestros rasgos, y ya se sabe, según Albert Camus, que a partir de cierta edad uno es plenamente responsable de su cara, de su máscara.