En el mundo ya no quedan islas desiertas en las que naufragar, ni espacios en blanco para explorar, ni tribus aborígenes que no prefieran los seriales de la televisión a las danzas ancestrales. Todos queremos el progreso, pero ¿a qué precio?
Desde mucho antes de que se desmoronara el muro de Berlín ya había sospechas de que no existen los paraísos sociales en la tierra, pero poco a poco vamos descubriendo que los paraísos naturales no son menos ilusorios, aunque sean más románticos. No quedan islas desiertas en las que naufragar, como soñaba uno con su arcaica imaginación aventurera por culpa de las novelas de Defoe y de Verne. No quedan espacios en blanco en el corazón de África, como los que querían roturar los exploradores del siglo XIX, ni tierras vírgenes en las que perderse, ni archipiélagos del Pacífico a los que poder retirarse por una desgana de la vida civilizada y burguesa, para morir a cuerpo limpio frente al mar y bajo un cielo sin límites, como eligieron morir Robert Louis Stevenson y Paul Gauguin. Ya no hay lagunas escondidas en las selvas más densas en las que no flote una lata de Coca- Cola, ni quedan tribus aborígenes que no hayan recibido las visitas regulares de docenas de antropólogos, o que no prefieran los seriales vía satélite de la televisión a las fatigosas danzas y rutinarios cuentos ancestrales.
Conviene ser cautelosos a la hora de lamentar la desaparición de paraísos en los que a nosotros no nos habría resultado tolerable vivir. Si nos gusta disponer de electricidad, de agua corriente, de alimentos refrigerados, de comunicaciones instantáneas, ¿por qué nos parece censurable que otras personas quieran disfrutar de nuestros mismos privilegios, tan sólo para que no sufra contratiempos nuestra vaporosa creencia de que en algún lugar del mundo se mantiene intacto un paraíso primitivo? Queremos que en alguna parte, en alguna reserva vallada contra el mundo real y contra el tiempo presente, en el Círculo Polar Ártico, en la Amazonía, en Papúa- Nueva Guinea, queden tribus que sigan viviendo como nuestros antepasados europeos de hace 30.000 años.
Escribo con conocimiento de causa, porque ésa es mi primera reacción cuando empiezo a leer, en el magnífico suplemento de Ciencia del New York Times, que muchos inuit -los antes llamados esquimales, con un término que al parecer es despectivo- en las regiones más al norte del Canadá, en las llanuras de hielo que se prolongan hacia el Polo Norte, ya no viven pintoresca e incómodamente en iglús, sino en casas confortables con calefacción, y se alumbran con lámparas eléctricas, no con candiles pestilentes de grasa de ballena, y cuando viajan lo hacen en motos de nieve, lo cual es más rápido y menos arriesgado que hacerlo en trineos tirados por perros.
¡Ay, el progreso! El periódico entrevista a un anciano inuit o esquimal que de niño fue a cazar ballenas con arpones de hueso y vivió en un iglú y padeció las lacras de una dieta basada casi exclusivamente en la carne grasienta de foca: el hombre está encantado con disponer de un frigorífico en el que guarda alimentos variados y sabrosos, y con no tener que jugarse la vida cazando osos a cuerpo limpio con un cuchillo o siguiendo durante semanas de cansancio y de hambre el rastro que ha dejado un caribú en la nieve.
Pero hay algo de los tiempos de ahora que le espanta: los animales están enfermos, los caribúes y los renos tienen los hígados hinchados y su carne muchas veces es venenosa, las focas no crían porque cada vez hay menos nieve en la que puedan cobijarse, los osos blancos, antes tan temibles, ahora parecen más desmedrados y más débiles. La nieve derretida no sabe a hielo, sino a plomo, y en las entrañas rosadas de los salmones ahora hay manchas de alquitrán.
A los polos viajaban antes los aventureros más enloquecidos, los viajeros temerarios que buscaban lugares tan vírgenes como la nieve recién caída y todavía no pisada, soledades tan ajenas a la presencia humana como los páramos rojizos de Marte. El almirante norteamericano Byrd se pasó seis meses solo en una cabaña de la Antártida y escribió después un libro cuya lectura casi contagia la demencia a la que él estuvo a punto de sucumbir.
Ese viaje ya es en vano: a causa de los vientos y de las corrientes marinas, a los casquetes polares acaba llegando, como al sumidero de un lavabo, toda la basura del mundo, el plomo, el mercurio, el alquitrán, los venenos de la lluvia ácida. El efecto invernadero hace que se retiren los glaciares y que los acantilados de hielo se derrumben como rascacielos en ruinas, y una foca o un oso blanco pueden estar tan intoxicados de basura como una rata de las alcantarillas de Nueva York. Entre la miseria arcaica que tanta literatura hace segregar a quienes no la padecen, y el planeta entero convertido en un gran muladar, en un pozo ciego de todas las inmundias, ¿no habría sido posible encontrar un término medio?