El segundo movimiento

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Desde que era muy niño me di cuenta de que había músicas que producían un efecto particular, no solo por su intensidad, sino por lo que yo no sabía entonces que era una mezcla de alegría y de pena, de plenitud y congoja. Son músicas distintas a todas las demás: las otras te gustan ten entusiasman, te admiran, te sobrecogen, etc. Pero éstas llegan más hondo: a través de los medios del arte te dan la emoción completa de la vida.

Son con frecuencia fragmentos breves, canciones, giros en un momento dado. Quizás la primera música que a mí me conmovió así fue la de los villancicos que cantaban mi madre y mi abuela cuando empezaba a acercarse la navidad:

Madre, en la puerta hay un niño

más hermoso que el sol bello.

Yo digo que tiene frío

porque el pobre viene en cueros.

Y la otra voz contestaba:

Pues dile que entre

y se calentará

porque en esta tierra

ya no hay caridad.

Pronto fueron músicas asociadas al enamoramiento, aunque yo no supiera aún en qué consistía eso, ahora en la radio: “A tu vera, siempre a la verita tuya”. Como no había tocadiscos, ni nada, las canciones llegaban por sorpresa y luego tenía uno que esperar a que volvieran, en virtud de un azar muy parecido al de su primera aparición. Me pasó eso con Lady D’Arbanville, de Cat Stevens. Podría escribir una autobiografía sentimental con una lista de canciones. Años después  leí en Proust la historia de esa frase de una sonata del compositor inventado Vinteuil, que encierra para dos amantes el secreto de su enamoramiento, la sensación pura del tiempo en que se conocieron. Nadie ha explicado mejor el lugar que la música puede ocupar en una vida, su capacidad de contener y de invocar el tiempo.

El otro día, mis amigos del cuarteto Quiroga se despedían después de tres años como “cuarteto residente” en el Palacio Real de Madrid. Durante este tiempo han estudiado y han dado conciertos con los stradivarius que se custodian allí. He ido a escucharlos todas las veces que he podido. El otro día, para la despedida, hicieron un programa de los que les gustan a ellos, siempre con un punto de sorpresa. Tocaron Haydn y Schubert, pero también una obra muy poco conocida y admirable de Rodolfo Halffter, “Ocho tientos para cuarteto de cuerda”.

La obra que tocaban de Schubert es una de las grandes, el cuarteto “La muerte y la doncella”. Lo hicieron con el entusiasmo, el dominio técnico supremo, la pura fortaleza física y mental que requiere la partitura. A mí me gusta de la primera a la última nota, pero mi debilidad irremediable es el segundo movimiento. Esa es una de las músicas de mi vida. Tiene sobre mí ese efecto simultáneo de melancolía sin consuelo y entrega fervorosa, de celebración y de pérdida. Pero hay algo más, y las palabras no llegan. Está bien que haya cosas que no pueden decirse con palabras, profundidades de la emoción o de la consciencia que solo alumbra la música.

Luego se quitaron la ropa formal del concierto mientras los guardias de seguridad devolvían los estradivarius a sus vitrinas. Nos fuimos a tomar unas cañas a una terraza cercana. Se ve que hacer música es un trabajo que da mucha sed. A nadie he visto disfrutar más de una cerveza que a Pablo Heras-Casado en el camerino después de un concierto, sin quitarse todavía el traje empapado de sudor.

El cielo azul marino del anochecer estaba inundado de golondrinas y vencejos. Vestidos de paisano, con la alegría de la cerveza bien fría, las tapas, el alivio del final del trabajo, los cuatro -Aitor, Cibrán, Josep, Helena – eran igual de listos pero parecían mucho más jóvenes. Brindamos, entre otras cosas, por el nuevo disco que acaban de sacar: Bartók, Ginastera, Halffter, música del siglo XX para oídos de ahora.