Eso era todo

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De lejos todo es más. A diferencia de la mirada, la imaginación agranda el tamaño de las cosas según van alejándose. En los años ochenta muchos jóvenes con antojos o ambiciones de modernidad queríamos mirar lo más lejos que fuera posible porque lo que teníamos cerca lo veíamos pequeño y estrecho, lo mismo nuestras vidas que nuestras ciudades. Cuanto más distantes los resplandores, más nos deslumbraban. Veníamos del agobio de lo cerrado, lo consabido y lo autóctono. En los últimos setenta, en los primeros ochenta, el mundo se abría delante de nosotros de par en par, pero casi todo lo que nos mostraba solía encontrarse muy lejos, tan fuera de nuestro alcance que se confundía con las fábulas de nuestra imaginación, o con las historias de las películas y los libros. Veníamos del vasallaje hacia el pasado, impuesto en parte por la dictadura, en parte por nuestra lícita nostalgia republicana. El futuro lo habíamos concebido sobre todo como irrupción utópica, como la llegada de un paraíso intemporal. La democracia, sobre todo cuando se pasó el miedo al golpe militar y el primer Gobierno socialista consolidó una normalidad inusitada, era un presente respirable que no habíamos conocido nunca. Por primera vez en nuestras vidas no estábamos uncidos a un pasado fósil ni condenados a una espera de incertidumbre o de esperanza apocalíptica.

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Seguir leyendo en EL PAÍS (06/03/2017)