El interrogador y el novelista

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En diciembre de 2003 John Nixon llevaba cinco años dedicando su vida a una especialidad que combinaba lo extremadamente restringido y específico con lo inabarcable. Llegaba cada mañana a su escritorio en la sede de la CIA, en las afueras de Washington, y se pasaba el día entero averiguando y organizando todo lo que se pudiera saber sobre una sola persona, Sadam Husein. En 1998, cuando Nixon empezó su trabajo, Husein era un déspota sanguinario en la plenitud de su poder. A finales de 2003 su régimen se había derrumbado casi de la noche a la mañana después de la invasión dirigida por Estados Unidos, y del paradero del dictador no se sabía nada, aunque había una recompensa de 25 millones de dólares para quien ayudara a apresarlo. El trabajo de John Nixon había sido hasta entonces del todo sedentario y administrativo. Era un detective inmóvil persiguiendo a un fantasma. Había acumulado más información que nadie sobre todos los aspectos de la vida de Sadam Husein, su infancia, su ciudad de origen, su familia, sus aficiones, sus esposas y sus hijos y las familias de sus hijos, sus amantes, sus parientes numerosos, sus manías, sus intenciones, su salud. Con la ayuda de médicos especialistas estudiaba fotos y vídeos de Sadam buscando síntomas de posibles enfermedades. Sabía que fumaba cuatro puros al día y que por la costumbre de chuparlo se le descolgaba por un lado el labio inferior. Y cuanto más averiguaba, más dificultad tenía en ordenar los fragmentos de un rompecabezas que se iba complicando al agrandarse, y más se daba cuenta de la extensión de todo lo que nunca llegaría a saber.

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