Mi amigo Alfonso

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La otra mañana, cuando me desperté, vi el mismo mensaje que algunas personas me habían dejado en el teléfono. Alfonso Alcalá, mi paisano de Jaén y coetáneo exacto y amigo de muchísimos años, había muerto la tarde anterior en Granada, de repente, de un infarto. Lo habían operado a corazón abierto hace unos años. Fue una operación tremenda, que sobrecogía cuando él la contaba. Pero se recuperó muy bien y disfrutó de placeres fundamentales de la vida que había ido perdiendo: el de caminar sin ahogarse, por ejemplo, el de subir livianamente escaleras, hacer excursiones por el campo, montar en bicicleta. Era muy aficionado a la cocina y a la fotografía, y practicaba la una y la otra con mucha destreza. Nos conocimos cuando yo empezaba a trabajar en la administración y él en los grupos de teatro independiente de Granada. Parte de la facilidad con que nos hicimos amigos tenía que ver con nuestros orígenes muy parecidos: familias del campo de la provincia de Jaén, la mía de Úbeda, la suya de Peal de Becerro. Por entonces se decía una coplilla:

En Peal de Becerro

tengo la novia

para que no me la quiten

los de Cazorla.

En Granada vivíamos en el mismo barrio. Nuestros hijos nacieron en los mismos años. Jugaron de niños y de mayores siguen siendo amigos. El teléfono de la casa de Alfonso es uno de los pocos que todavía me sé de memoria. Alfonso era bondadoso y leal, tan dispuesto a escuchar un lamento y a poner el hombro para que se le llorara un poco encima como a llevarte en coche donde te hiciera falta en un momento de apuro, y para hacerte compañía en esas épocas difíciles en las que uno se encuentra desorientado y vulnerable. Cuando dejó el teatro se dedicó a la administración cultural con una entrega, una integridad, un entusiasmo impecables. En oficios en los que es tan habitual el pavoneo él actuaba con una discreción tan eficaz como su diligencia. Dirigía desde hace años, con un paréntesis por culpa de las habituales mezquindades políticas, la Casa Museo García Lorca en Fuentevaqueros. Tuvo la idea de editar un facsímil de la primera edición del Poeta en Nueva York, que se publicó en español y en inglés en Estados Unidos hacia 1942, y yo colaboré con él escribiendo un prólogo. Ahora me alegro más de haber podido hacerlo, de acompañar en esa tarea a mi amigo. Cuando yo estaba lejos él velaba discretamente por mis hijos a la vez que por los suyos. Los incluía a todos en un desbordamiento generoso de paternidad. Carmen, su esposa, murió hace ahora diez años. Lo vi sumirse en el dolor y recuperar la entereza -abandonarse a la pena es un lujo que no se permite quien ha de asistir a sus hijos en una orfandad tan prematura. Luego el amor regresó a su vida, por uno de esos azares tan singulares y felices que nos da la tentación de llamarlos destino. Hace un par de años vino a Madrid con su compañera, Iluminada, y me alegró verlos juntos y a ella tan cuidadosa de él en la convalescencia. Me llamó la atención la naturalidad con que la memoria de Carmen estaba presente, para ellos dos y también para mí, que tanto la había conocido. No era un fantasma sino una presencia benévola, casi protectora, en la muerte igual que lo fue en la vida.

Me acuerdo ahora de Carmen, de Iluminada, de Alfonso y de Víctor, sus dos hijos, que fueron niños jugando en mi casa y el patio de la escuela y ahora son hombres espléndidos, con la madurez adelantada de haber conocido muy pronto el dolor. Qué pena estar tan lejos y no haber podido darles un abrazo.