Mito de la caverna

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El espectáculo del mundo aparece fragmentado y simultáneo en las pantallas de los televisores del gimnasio. A todos se nos va la vista hacia ellas: a los ciclistas que pedalean y sudan sin moverse del sitio, a los corredores y caminantes que no avanzan a pesar de sus grandes zancadas, a los que suben escaleras o montañas fantasmas en la máquina elíptica. En las cinco pantallas el mundo es convulso, banal, atroz, irritante, silencioso. Hay quien mira con auriculares puestos y hay quien escucha, qué remedio, la música ambiental, en este caso Rock FM. Esta mañana no han puesto todavía Hotel California, aunque sí esa tan machacona de Queen de unos que son campeones de algo. En una pantalla unos emigrantes sirios saltan por encima de una espantosa valla de alambre espinoso. En la de al lado hay un anuncio New Age de un laxante. A continuación una tertulia en la que los mismos contertulios que esta noche aparecerán ya derrotados se mantienen todavía frescos. Después vienen unos futbolistas mutimillonarios y tal vez delincuentes fiscales que ya han gastado dinerales en cortes de pelo y en tatuajes. En la penúltima pantalla un fortachón con la cara muy morena y una gorra del revés sujeta por el cuello a una serpiente en una selva. En la última unos sujetos con barbas negras y turbantes negros ejecutan con disparos en la sién a una fila de prisioneros arrodillados, delante de lo que parece un teatro romano, mientras el público aplaude en las gradas.

Todo cambia muy rápido. Los planos duran segundos. A veces las personas que mueven los labios en silencio tienen debajo el hilo de un subtítulo. Otras veces verlos sin saber lo que dicen es un gran alivio. Ahora hay un anuncio de yogur desnatado y en la pantalla contigua una riada o una inundación monzónica arrastran animales muertos y árboles y bidones de plástico en lo que parecen las ruinas de una aldea asiática con techos de palma. Grupos de fugitivos intentan asaltar en Macedonia los vagones de un tren que parece destinado al desguace. En Bruselas el presidente de la Comisión Europea da una rueda de prensa. Un futbolista levanta una camiseta flanqueado por dos plutócratas con trajes oscuros que se sonríen como hacia dentro. Una mujer avanza a cámara lenta con los brazos extendidos hacia unas puertas que se abren al campo, gracias a una marca de laxante distinta de la anterior. Un contertulio dice algo que me imagino perfectamente lo que es aunque no lo oigo. Una señora mayor de buen ver sonríe y disfruta con un grupo de nietecillos y picotea unas tapas gracias a un pegamento fijador de dentaduras postizas. Ninguna imagen dura más de unos segundos. Una señorita salta de felicidad cuando se detiene la ruleta luminosa en el decorado de un concurso. Un primer plano revela el tupé imposible y borrascoso de color zanahoria de Donald Trump. Unos niños negros vestidos de harapos pero de caras felices rodean al explorador de la gorra del revés. Nosotros miramos como hipnotizados, mientras corremos sin movernos del sitio, subimos montañas invisibles, pedaleamos en circuitos de carreras que terminan en la misma pared donde las pantallas tienen una agitación discordante de peceras.