La vida con música

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Algo me pasa con los años: las cosas que me importan me importan más que nunca, las que me gustan me gustan cada vez más: el amor de las personas que quiero, la música, la literatura, el arte, la emoción de descubrir. Esta mañana iba en el metro  y aprendí el mecanismo mediante el cual el agua asciende desde las raíces hasta lo más alto de los árboles. Lo aprendí en un libro que encontré hace unos días en la biblioteca pública, The Trees in My Forest, de Bernd Heinrich, un biólogo que cuenta con apasionamiento y claridad su vida en el bosque en el que tiene una cabaña, heredero inevitable y confeso de Thoreau en su lago de Walden.

Y por la noche, en Smoke, con amigos llegados de España, otro hallazgo: el cuarteto del batería Pete Zimmer, con un guitarrista que es habitual en el club, Peter Bernstein, y un saxo tenor prodigioso, George Garzone. Pete Zimmer lleva gafas de concha y tiene una cara redonda de estudiante modelo. Con qué arte toca la batería, sin avasallar a los otros músicos, pasando en un solo compás de la lentitud a la velocidad, a la vez rotundo y sin esa propensión al exhibicionismo truculento que algunos baterías creen imprescindible. Tocan My One and Only Love y sin decirnos nada nos miramos acordándonos de cómo tocaban esa canción John Coltrane y Duke Ellington, cómo la cantaba Johnny Hartman. Tocan una composición de Garzone a la memoria de Charles Mingus, The Mingus I Knew. Y cuando en medio de una larga improvisación Garzone cita rápidamente la melodía de You Don’t Know What Love Is también es como si nos incluyera en un secreto.

Volviendo a casa me acuerdo de esas palabras de Nietzsche: “la vida sin música es un error”. Y de otras de Shakespeare, creo que de Julio César, que me hacen pensar con más extrañeza o lástima que rencor en ciertas personas: qué poca música en sus almas”.