Esa España

Publicado el

Elena se marchaba por la tarde, así que hemos aprovechado la mañana fresca para ir al Círculo de Bellas Artes a ver las fotos de Cristina García Rodero. Previamente nos habíamos confortado el estómago desayunando con un gató mallorquín que nos trajo ayer de regalo nuestro amigo Jorge, sobrecargo de Iberia con grandes aficiones por la literatura y por la cocina: esponjoso, ligeramente húmedo, con un sabor delicado a almendra que va muy bien con el aroma del café matinal. Elvira comparte eucarísticamente su porción de gató con la pequeña Lolita, que da también grandes muestras de entusiasmo por la repostería mallorquina.

Hay fotos de Cristina García Rodero que son de los años ochenta y parecen de mi infancia; hay otras tomadas el año pasado en las que perdura una brutalidad antropológica que puede ser de los años ochenta o de los años treinta o de hace varios siglos: la penitencia religiosa y el desvarío del carnaval son las dos caras de una moneda a mi juicio lamentable, aunque no me cabe la menor duda de que habrá muchos intelectuales que encuentren en todo esto la nobleza de lo autóctono, la autenticidad de lo no corrompido. En lo que a mí respecta, prefiero el artificio de la civilización, de la tan denostada impersonalidad de los tiempos modernos y la vida en las ciudades. Esos santos pavorosos, esos cristos con faldones de puntillas y atroces crenchas de pelo natural, esas romerías en las que se pasean ataúdes, esas penitencias de gente arrodillada que da vueltas sobre el barro o los terrones ásperos a la ermita en la que se venera a un santo milagroso. O si no, el carnaval: los achuchones de cuerpos sudados, la carcajada y la meada alcohólica, las máscaras de cartón con caras de cerdos o de demonios, el paraíso originario de las concejalías y las consejerías de cultura, la tristeza inmensa retratada por Gutiérrez Solana y por Julio Caro Baroja, el romanticismo sórdido del atraso. Prefiero la globalización, la fibra óptica, las autopistas, la televisión por cable, Google, los centros comerciales, lo que haga falta. Todo menos los paraísos primigenios de los que tantos de nosotros salimos huyendo en cuanto pudimos ahorrar el dinero suficiente para un billete de ida: de los que tanta gente huye ahora mismo, buscando la libertad donde estuvo siempre, en las ciudades grandes, en las que tantos privilegiados cultivan desde lejos la mitología de la pureza rural.