El que oye llover

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Dice Bioy Casares que la amistad, a diferencia del amor, es un sentimiento que soporta bien las grandes privaciones. Me acuerdo de esa observación al encontrarme con mi amigo Luis Suñén, con quien tengo la sensación de estar en contacto permanente, pero a quien veo en realidad muy de tarde en tarde, menos de lo que yo quisiera, cuando quedamos para comer o para ir juntos a un concierto. No nos habíamos visto desde principios de verano. Ha vuelto hace poco de la otra punta del mundo, de Portland, Oregon, donde él y su mujer, Cristina, pasaron el mes de agosto. Antes lo pasaban siempre en Londres. Luis daba paseos, asistía a los conciertos de los Proms, escribía poemas en el estudio de la casa prestada en la que se quedaban. Dice en broma que aquel estudio en el que estaba rodeado de los libros, los papeles, los discos y los recuerdos de otro era para él como la cabaña a la que se retiraba Mahler para componer en los veranos, después del agobio de pasarse la temporada dirigiendo la ópera en Viena. Luis es hombre de devociones y oficios variados, a man of many hats, como dice la expresión inglesa. Ha sido editor, crítico de música, profesor de edición. Ahora dirige la revista Scherzo y hace en Radio Clásica un programa de conversaciones con música y sobre música que se llama Juego de Espejos. Ha cambiado de sombreros y de oficios  con frecuencia a lo largo de su vida, pero a lo que se ha dedicado invariablemente ha sido a la poesía, de una manera sigilosa, hasta un poco clandestina, porque no es amigo de declaraciones ruidosas ni de aspavientos colectivos, y además escribe de una manera poco compatible con las tendencias  de moda. Su obra poética completa está en un solo volumen de poco más de doscientas páginas que salió hace unos años, y que lleva un título magnífico: El que oye llover.


Igual que otros tienen propensión a la pesadumbre, Luis es propenso a la felicidad. Viéndolo me acuerdo de aquello que decía Montaigne: No hago nada sin alegría. Luis va con alegría por la calle, con su gran cartera en la mano, y pone cara de alegría cuando llegamos al mismo tiempo y desde lados opuestos al restaurante donde hemos quedado para comer. Come con alegría y con excelente apetito, contándome sus viajes por la carreteras que costean el océano Pacífico subiendo hacia el norte, desde Californa a Oregón, atravesando paisajes de una naturaleza sobrecogedora, entre ellos los bosques de sequoias gigantes. La razón de que Luis y Cristina, siendo tan melómanos y tan aficionados a Londres, hayan cambiado a la costa del Pacífico es inapelable: un nieto de cuatro años que se llama Rory. Luis me cuenta que Portland es una ciudad tranquila, de mediano tamaño, de urbanismo apacible, con muchos parques, con los bosques siempre a la vista. No pierde el buen semblante ni cuando repasamos los variados disparates nacionales, políticos y literarios, que han sucedido desde la última vez que nos vimos. Es un hombre de estómago animoso que no vacila en tomarse un plato de callos. Como yo acabo de leer un libro angustioso sobre la crisis global de los alimentos y el despilfarro de comida y el absurdo de la dieta en los países desarrollados, me pido unas lentejas. Hablamos de éste y del de más allá, de amigos queridos, libros y músicas que nos gustan, farsantes habituales. Hasta en el sarcasmo no deja Luis de ser benévolo. Escribe una vez al mes una columna en Babelia sobre música, pero yo creo que echa de menos las crónicas de conciertos que estuvo haciendo en el periódico diario hasta que alguien tomó la esclarecida decisión de suprimir la crítica de música clásica.

Salimos a la calle y cuando nos despedimos está lloviznando. Ayer parecía agosto y hoy parece que octubre ha llegado. De vuelta a casa busco el libro de Luis. El título nunca fue más adecuado. Yo soy ahora el que oye llover mientras repaso esos poemas en los que hay una música entre de Jorge Guillén y de William Carlos Williams. Copio aquí uno de los que más me gustan:

EL VIAJE DE LA VIDA

Como el perro

que apacienta el rebaño,

como la luna que hace

las mareas, vuelve

de anochecida hasta su cauce

el sólido deseo. Nuestro reino

es ese, contar los días

hasta que llegue

el simple y nos disperse,

el alto y nos triture. Cristal

quebrado por el tiempo somos,

barco hecho trizas.