A los 40 años parece que a cualquiera le ha llegado el momento de asentarse en algo en la vida, en un oficio, en un matrimonio, en una afición. A los 40 años, en 1963, en Bruselas, Marcel Broodthaers era un poeta que en lo único en lo que había podido asentarse era en la relativa oscuridad y en la penuria, o bien en la renuncia a su vocación, que en cualquier caso lo único que le había deparado era un cierto número de ejemplares no vendidos de un libro de poemas, que tendrían esa tristeza de lo innecesario repetido, de lo múltiple inútil. Podía haber vendido los libros al peso, o podía haberlos dejado enmohecer en un sótano. Lo que hizo fue reunir unos cuantos ejemplares y pegarlos en un bloque con yeso, al que había adherido pelotas viejas de plástico y diversos residuos. Decía William Carlos Williams que hace falta un giro mínimo para que una cosa se convierta en otra. Juntando verticalmente sus libros de poemas que nadie compraba ni leía e inmovilizándolos sobre una masa de yeso y una balda de madera, Broodthaers transformaba de golpe la literatura en escultura, el fracaso en regocijo, la superficie plana y lisa de la escritura tipográfica en la tercera dimensión definitiva del volumen. En una autobiografía telegráfica, escribió: “Nazco en 1924. Me vuelvo artista en 1963”. “Je deviens artiste”, dice exactamente. Y aquí uno echa una vez más de menos que el verbo “devenir” no sea habitual en español, porque expresa lo que hay de tránsito y deriva en la vida.
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