Mi amigo fue amigo íntimo de Jorge Semprún desde que llegó clandestinamente a Madrid, en los años cincuenta, y se llamaba Federico Sánchez. Le pregunto detalles y me cuenta que dos cosas llamaban la atención de aquel desconocido, y permitían intuir su exotismo social, a pesar del disimulo: una de ellas, sus gabardinas, tan elegantes en aquel Madrid pobretón; la otra, sus modales en la mesa, su manera de manejar los cubiertos. Aquella desenvoltura no era propia de un militante obrero, ni de uno de aquellos jóvenes de clase media que se unían a la resistencia, muchos de ellos hijos de vencedores, como Javier Pradera, que también formaba parte de aquel círculo.
Ayer mi amigo me contó un gesto heroico de Semprún, del que dice que era muy valiente, y hasta temerario. Una mañana se enteró de que acababan de detener a Simón Sánchez Montero. El procedimiento, cuando un camarada era detenido por la policía, era ausentarse de la casa en la que uno estuviera refugiado: era seguro que el detenido sería torturado, y probable que acabara delatando a algunos compañeros.
Entonces Semprún tomó una decisión. Esa noche y las noches siguientes continuó durmiendo en la casa en la que Simón Sánchez Montero sabía que estaba. Era un gesto de lealtad hacia el amigo: una manera de hacerle saber que confiaba en él, que estaba seguro de que resistiría a la tortura. Nadie acudió a detener a Semprún. A pesar de la tortura Sánchez Montero no delató a nadie. En la cárcel se enteró del gesto de su camarada, y sintió gratitud y orgullo.
Yo lo conocí muchos años después, cuando era un anciano. Vivía en un piso modesto de Moratalaz. Me puso una dedicatoria muy cariñosa en su libro de memorias.