Todo lo relacionado con las cárceles en Estados Unidos da escalofríos: un archipiélago gulag mayoritariamente habitado por negros y por hispanos pobres en el que reina el abuso, la crueldad, la explotación descarada del sufrimiento -muchas cárceles son privadas, o las gestionan empresas privadas, que ahorran el máximo en alimentos y servicios para mejorar el margen comercial-, y una idea del castigo que parece venir directamente de lo más bárbaro del Antiguo Testamento: ojo por ojo, diente por diente; el que la hace la paga. Es una población de casi dos millones y medio de personas, la más alta del mundo. Y dentro de ese infierno hay otro círculo todavía más negro, que es el de los condenados a muerte y el de las ejecuciones. Lo que cuenta hoy El País es cada vez más frecuente: como los estados tienen dificultades para encontrar los preparados químicos para la inyección letal(muchas empresas europeas se niegan a suministrar los componentes) las ejecuciones, con mucha frecuencia, son espectáculos de incompetencia y ensañamiento inauditos. Leyendo estas cosas me enorgullezco íntimamente de ser ciudadano español y europeo. Al menos esos horrores nosotros los hemos abolido.
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