En Lisboa, a un paso de lo despejado, siempre está lo recóndito, y a un paso de ese barullo que nunca es agobiante -el del Chiado, el del Rossio – bastará tomar una calle lateral para encontrar la quietud. Una escalinata estrecha, un callejón sombrío, dan paso de pronto a una panorámica de la ciudad al sol o del horizonte marino del Tajo. Cerca de la Rua Garrett, de las tiendas de lujo y la gente que baja y sube la cuesta cargada de bolsas, se dobla una esquina y se sube una calle empinada y ya está uno en el Largo do Carmo, que es una plaza espaciosa pero también recogida, sin énfasis, con acacias y tilos, con toldos de cafés, con bancos para sentarme a tomar gratis el sol de estas mañanas cálidas de noviembre, para leer el periódico o mirar a la gente. Al Largo do Carmo se llega también tomando el elevador de Santa Justa, con su futurismo mecánico como de Julio Verne. La plaza es una obra maestra menor, que no va a salir en ningún libro de urbanismo, pero que tiene una perfección insuperable, más valiosa porque es anónima y en gran medida involuntaria, el resultado de continuidades y decisiones singulares, de una adaptación sabia a las condiciones climáticas, a los materiales más a mano, a los diversos oficios, necesidades, placeres y tareas. La textura del pavimento es tan importante como la morfología de las hojas de los árboles. En este lugar, tomar una caña en una terraza, acudir al trabajo, curiosear el portal gótico del viejo convento do Carmo, incluso anotar algo en un cuaderno, son placeres iguales. Una ciudad de escala humana es un ecosistema que a mí no deja de asombrarme.
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