Los maestros tenían a veces nombres raros, como los futbolistas. Yo pensaba que todos los maestros eran ricos porque trabajaban bajo techado y vivían en unos pisos que había junto a las escuelas de la SAFA, y yo creía que una de las diferencias entre los pobres y los ricos era que los pobres vivíamos en casas y los ricos en pisos. Son cavilaciones y deducciones a las que llegan los niños sin consultar con nadie. Mi primer maestro en los Jesuitas se llamaba don Florentín, que era un nombre muy exótico. La gente que yo conocía se llamaba Juan, Luis, Manolo, Paco, Miguel, Pedro, Antonio, etc. Si alguien empezaba llamándose “don” era que tenía que ser rico. Aquellos jesuitas de Úbeda no eran como los de Madrid o los de Deusto, educadores de familias poderosas. Por algún motivo que muchas personas de mi generación y mi origen agradeceremos siempre los jesuitas de Úbeda dedicaban sus escuelas a la educación gratuita de los hijos de familias trabajadoras. La Sagrada Familia, la Safa, era una extensión -inmensa a mis ojos de niño- de edificios escolares, patios de juegos, zonas de granja y de talleres, dormitorios para internos. Cuando entré a la escuela, con seis años, esa palabra me costaba entenderla. Yo pensaba que se decía “linterno”, y que un linterno era un niño de más edad. Había árboledas, había escalinatas, había campos de fútbol, había huertos, había largos cobertizos de los que venía el olor y el mugido de las vacas, había una larga avenida por la que bajábamos en fila con nuestros mandilones azules después de las clases cantando himnos con letras incomprensibles –De Isabel y Fernando el espíritu impera- y también, de vez, en cuando, con pisotones entusiastas para marcar el ritmo, canciones de Manolo Escobar.
Ay que llueve que llueve que llueve
Ay que llueve que ya está lloviendo
y no viene no viene no viene
la mocita que yo estoy queriendo.
Los curas jesuitas dirigían la escuela, pero los maestros eran todos seglares. Don Florentín, don Marín Carbajo, don Doroteo, don Isaac. Hasta había uno que se llamaba don Lisardo. Casi el único que tenía nombre normal para mis oídos era don Luis Molina, con quien me mandaron el segundo año. Don Florentín tenía un bigotillo rubio y estaba casado con una mujer rubia platino, lo cual era un indicio más de la riqueza y la lejanía propias de los maestros. La mujer rubia de película de don Florentín tenía una perdiz que se llamaba Juanita y la llevaba en brazos como si fuera un perrillo faldero. Don Luis Molina estaba casado con doña Provi, que era una de las maestras de párvulos. Era guapa y joven, con algo de artista de cine, y uno la veía en el patio de los más pequeños rodeada de niños como de polluelos. Otro rasgo de riqueza era que don Luis fumaba cigarrillos con filtro marca Goya, no Celtas largos como mi padre y mi abuelo Manuel, o Caldo de Gallina, como mi abuelo Antonio. El Caldo de Gallina era un tabaco suelto que mi abuelo Antonio guardaba ena petaca de la que salía un olor muy fuerte. Los niños se fijan mucho en esos detalles misteriosos de las vidas de los adultos, y les dan interpretaciones profundas que suelen mantener en secreto. Don Luis y doña Provi vivían en un piso cerca de las escuelas y tenían dos hijas rubias y con los ojos azules. Un signo más de opulencia, de lejanía social. En el jardín al que daban los ventanales de nuestra escuela aparecían de vez en cuando las dos niñas, rubias y ajenas, de la mano de doña Provi, y saludaban con la mano a su padre.
Ahora me ha escrito un amigo de Córdoba para decirme que doña Provi acaba de morir. Como hace muchos años que no la veía, la recuerdo en una juventud intacta, en esa luz adánica que proyecta sobre las personas y las cosas la mirada infantil, resplandeciendo en la lejanía de la memoria como un jardín visto al fondo de un corredor en sombras, uno de aquellos corredores rumorosos de la escuela de los jesuitas.