Qué recóndita es, en el fondo, la Pasión según San Mateo; qué limpia está de grandilocuencias orquestales o teológicas. Tiene la belleza austera del relato evangélico, de esos pasajes en los que se suceden con extraña maestría narrativa los episodios de una historia muy concentrada en el tiempo, sobre todo de esa noche que transcurre entre la cena, el prendimiento, la huída de los discípulos, el momento tristísimo de la negación triple de Pedro, que da a lugar, en la partitura, a ese aria de contralto que es una de las más puras expresiones de la pena que hay en la música. Ni siquiera el final es grandioso: hay esperanza, pero no certeza. La noche del viernes ha caído y después del drama y del entierro queda ese vacío en el que el luto ya es sobre todo agotamiento y silencio, regreso a una normalidad enrarecida por la ausencia.
Un hombre sabe que lo van a apresar y lo van a atormentar; desfallece y tiene miedo; intuye que los que ahora están con él y se declaran enfáticamente sus partidarios intentarán salvarse cada uno como pueda, hasta negando que lo han conocido. Su dolor es sólo suyo: hasta los más cercanos a él se quedan dormidos en su noche de angustia. Esas cosas son atroces pero también comunes: la delación, la crueldad de la multitud convertida en chusma. Todo sucede en espacios muy reducidos, en una casa alquilada sobre la marcha para celebrar una cena de Pascua, en un huerto -yo lo he visitado: es como un pequeño olivar de mi tierra-. La desnudez del relato se conserva intacta en la música de Bach, en las palabras enunciadas por el tenor que hace el papel de Evangelista. La música lo traspasa a uno de congoja y de compasión, de puro dolor sin aspavientos. Veía anoche en Carnegie Hall la Pasión según San Mateo, con la orquesta de Saint Luke’s dirigida por Ivan Fisher y el coro Música Sacra, y me acordaba de un cuadro de Caravaggio que voy muchas veces a ver al Metropolitan, uno de los últimos y más sobríos que pintó, La negación de San Pedro. Hay honduras de la experiencia humana a las que el arte llega muy pocas veces, no porque sean excepcionales, sino porque en realidad son perfectamente ordinarias, porque suceden o pueden suceder en grados diversos en la vida de cualquiera. El gran escenario y la escala del auditorio quedaban despojados de toda espectacularidad: eran el espacio sobrecogido de un drama que donde sucede de verdad es en el corazón de cada uno, en esa parte de uno mismo que se estremece con esta música de Bach y con ese cuadro de Caravaggio.