Esa foto de Gadafi muerto que no teníamos ninguna necesidad de ver aparecía el viernes por la mañana en todos los periódicos holandeses. El periodista que me entrevistaba para uno de ellos estaba indignado: “Ya no hay diferencia entre un periódico serio y uno amarillo”. Hay un instinto último de piedad que nos hace revolvernos ante la infamia de la foto de alguien que ha muerto con violencia, sea quien sea. Y luego la otra, más atroz todavía, la del cadáver rígido y medio desnudo en una cámara frigorífica, sobre un colchón de vertedero, un colchón de yonquis en una casa en ruinas. Qué extraña semejanza con las fotografías de otros tiranos ejecutados: Mussolini colgando boca abajo junto a Clara Petacci, Ceaucescu y su mujer, con sus abrigos, los dos con el pelo revuelto y pegado, como de haber pasado una noche horrenda en vela, con la ropa puesta, tirados contra los azulejos sucios de un depósito de cadáveres. Por no hablar de la venganza póstuma de muchos que probablemente obedecieron con plena docilidad mientras esos mismos tiranos a los que ahora escupen con tanta valentía estaban vivos.
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