Vuelvo a Nueva York al cabo de una ausencia de varios meses y al tomar el primer taxi encuentro la gran novedad: los taxis de Nueva York siguen siendo igual de viejos e incómodos y van a toda velocidad y dando tumbos sobre un pavimento como de capital africana, manejados por conductores que no siempre hablan un inglés inteligible y que parecen más atentos a la conversación por el móvil manos libres que al tráfico, pero ahora llevan una pantalla de televisión incrustada en el respaldo de los asientos delanteros. En cuanto uno sube al taxi la pantalla se ilumina y los ojos se quedan fatalmente hechizados por ella. Ya no hace falta darle conversación al conductor o mirar la ciudad por la ventanilla; incluso uno puede estar mirando la televisión del taxi mientras habla por el móvil o consulta su correo en el iPhone o en el ya arcaico Blackberry. En mi primer taxi de Nueva York me acuerdo de algo que me llamó la atención ayer mismo en una sala de espera del aeropuerto de Heathrow: un individuo miraba en la televisión un canal de deportes y al mismo tiempo tenía abierto el portátil sobre las rodillas y tecleaba en él con una mano mientras que con la otra sostenía el móvil por el que estaba hablando. Lo único que le faltaba era tener incrustados en los oídos los auriculares del iPod.
Algunas veces, transitando por los aeropuertos internacionales, tengo la sensación de que se han cumplido las fantasías de la ciencia ficción que me gustaban tanto de niño, y que he viajado en una máquina del tiempo a un futuro muy posterior a mi vida. Un futuro que no deja de parecerse al de los decorados de las películas: las rampas deslizantes, las arquitecturas de materiales sintéticos, la ausencia de cualquier rastro del mundo natural. Pero sobre todo, en lo que se parece la realidad de ahora a los futuros de las películas es en el aire de sonambulismo con el que los figurantes se movían en muchas de ellas. Una pareja con un niño está comiendo en la mesa contigua del restaurante en la Terminal 4. El decorado, las bandejas, la comida que engullimos todos mecánicamente se corresponden con lo que aparecería en una serie barata de televisión de los años sesenta. El padre mira mientras come una de aquellas pantallas silenciosas y ubicuas. El niño está tan absorto en el videojuego de su pequeña maquinita que, aunque tendrá ya ocho o diez años, la madre le pone de vez en cuando trozos de pizza en la boca. La madre es la única que da señales de estar más o menos despierta: al menos de vez en cuando mira a su alrededor, y sus ojos se cruzan brevemente con los míos.
Rozando con un de do la pantalla táctil apago la televisión del taxi, venciendo la tentación de seguir mirándola. Acabo de llegar a la ciudad después de una ausencia demasiado larga y estoy ávido de recorrerla de nuevo, de beber como un sediento el espectáculo añorado de las calles y de la gente, dando tumbos en el asiento posterior del taxi, la cara junto a la ventanilla. No quiero distraerme con una conversación en el móvil; no quiero escuchar en el iPod la música elegida por mí y repetida innumerablemente: quiero ver, escuchar los ruidos, las voces, los bocinazos tremendos de los camiones de bomberos, las sirenas exageradas de las ambulancias. Incluso me gustaría conversar con el taxista y pedirle que me contara su historia, que será sin duda inusitada, semejante a las que me han contado otras veces, una historia de pobreza extrema y tal vez de guerra en el país de origen, la aventura de la emigración a este nuevo mundo, la dureza del trabajo en el taxi, la esperanza de que los hijos tengan una vida mejor.
Pero esas conversa ciones cada vez suceden menos, y serán todavía más raras desde que el viajero puede sumergirse en la televisión nada más subir al taxi. Una pantalla es una ventana por la que nos asomamos al mundo, pero también, en la acepción antigua de la palabra, es una barrera contra él, un muro en el que se proyectan sombras bidimensionales, simulacros de la realidad que pueden parecérsele mucho pero que deberíamos tener mucho cuidado en no confundir con ella. Las ventajas deslumbrantes de la tecnología traen consigo el efecto no reconocido de favorecer en cada uno de nosotros un aislamiento hipnotizado que tiene algo del engaño y de la dependencia de una droga poderosa. Usamos el teléfono móvil y la conexión a internet no tanto para mantener el contacto con los que están lejos como para evitar todo roce y casi toda relación con quien tenemos delante. La cápsula de los auriculares sella nuestra definitiva lejanía. ¡Qué futuro más triste!