Mi amigo exbritánico enseña con cierto orgullo su nuevo carnet de identidad español y su pasaporte de la Unión Europea, pero aún conserva hábitos mentales y lingüísticos de su antigua condición, cuando era un forastero muy interesado pero también ajeno, inmune a los berrinches que nos aquejan a los nativos. A mi amigo, que lleva la mayor parte de su vida en España, y que reúne copiosamente los méritos objetivos en favor de su solicitud, conseguir la nacionalidad le ha supuesto un larguísimo calvario de papeleos y trámites, la mayor parte obtusos. Este es un país donde el espectáculo grosero y frívolo de la política agota las energías que debieran dedicarse a idear y poner en práctica políticas de calado en beneficio de la mayoría, y en el que una gran parte de esas políticas necesarias que sí salen adelante quedan malogradas o se frustran del todo por culpa de una Administración superpoblada en lo superfluo, en la morralla del clientelismo político, pero muy mermada en todo lo fundamental, en el servicio a la ciudadanía, en el buen gobierno y la transparencia, en la gestión ordenada y eficaz de las cosas.
Nuevos compatriotas
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