Qué recientes y a la vez lejanos ya esos días en los que estaba permitido salir para hacer ejercicio pero los parques permanecían cerrados en Madrid. La gente caminaba o corría a lo largo de las verjas del Retiro, de donde llegaba a primera hora una brisa perfumada de bosque y un sobresalto de pájaros. Hubo mañanas en las que yo anduve rondando el Retiro, y otras en las que corrí por las inmediaciones de la Fuente del Berro, cuyo espacio vedado no estaba defendido por altas verjas de hierro, sino por suscintas tiras de plástico. Hubo un día en el que el rumor de los árboles y el coro de los pájaros quedaron sumergidos bajo el estruendo de los motores de los cortacéspedes, y en el que el olor a savia se hizo mucho más poderoso, porque los jardineros estaban segando praderas que habían crecido con un vigor selvático en el parque cerrado a las pisadas humanas. Todo lo antes contidiano se volvía inaugural: me acuerdo de la primera mañana en la que pude pisar uno de los parques menos extensos que por fin se habían abierto, el Eva Perón. Los operarios se afanaban en la tarea desmedida de dominar aquella casi selva. Los senderos eran alfombras de hojas caídas y capas blancas de vilanos de los que los pasos de los caminantes y los corredores y las carreras de los perros levantaban nubes de polen. Las motosierras y los cortacéspedes eran el ruido más frecuente en esas mañanas, un anticipo del fragor de la ciudad que ya estaba regresando.
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