En el proceso de invención y escritura de una novela llega un punto de fiebre. La historia cobra direcciones y quiebros inesperados, y episodios o personajes que parecían ajenos entre sí se conectan de pronto y provocan como cadenas de reacciones químicas en las que no parece que intervenga la voluntad consciente del autor. El autor mira con asombro las bolas que chocan en sorprendentes carambolas en virtud de un primer impulso que él desató, pero del que ya no es responsable. Un verano de hace 30 años yo estaba encerrado o escondido escribiendo una novela e inventándola y viéndola desplegarse ante mí al mismo tiempo que la escribía. Era la novela más larga y más complicada que había intentado hasta entonces; era también la primera en la que usaba sobre todo materiales directamente extraídos de mi propia vida y de mi memoria personal, no amoldados a los códigos de lo literario.
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